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El ojo muerto: Weatherco (2)



Se miró en el espejo y sonrió al ver lo horrenda que era la única corbata que tenía. Era estampada en tonos verdes y naranjas. La corbata de la boda creyó recordar que acabó en la cabeza de alguien aunque no lograba evocar bien en la de quién, y el horrendo lazo estampado apareció  en  uno de los bolsillos de su chaqueta al llegar a casa, ¿o se equivocó de  chaqueta?, le parecía que no coincidía con el color del pantalón: “¿El pantalón parece más oscuro?”  Dijo apesadumbrado, y no le prestó más importancia de la que realmente tenía. Cogió el portafolios en el cual guardaba toda la documentación que intuía le iba a ser de utilidad y aligeró sus movimientos en cuanto comprobó que iba a llegar con el tiempo justo. Antes de abandonar el anárquico cuchitril, revisó la espita del gas y la cerró en previsión de un funesto escape cómo el que se produjo semanas antes y que estuvo a punto de volar por los aires su desaseada vivienda, menos mal que su olfato reaccionó a tiempo antes de encender el cigarrillo mañanero. Se apresuró a abandonar la casa pero no pudo contener el impulso de mirarse nuevamente en el espejo. Salió al rellano y cerró las tres cerraduras de la puerta, y tras volver a cerciorarse de que nada había dejado atrás, se lanzó escaleras abajo en busca del nuevo trabajo que alegrase su calamitosa vida.
Estanis llamaba relativamente la atención: era un hombre alto de unos treinta años, rondando el metro noventa, de cabello rizado largo que le llegaba a los hombros y con perilla, indigna para mucha gente, pero que a él le resultaba elegante. Era de complexión fuerte y ciertamente atractivo, eso decían sus colegas al ver cómo muchas chicas le sonreían al cruzarse con él en la calle, pero en su sempiterno despiste, casi siempre llegaba tarde a los flirteos con el sexo voluptuoso.
Abandonó el portal de su anciano edificio y salió a Talleres por donde no dejaban de deambular personas de aspecto estrafalario que pululaban entre las diferentes tiendas de discos que poblaban la calle en la cual vivía. Se colocó unas rayban modelo del verano  del 94, algo viejas, pero siempre le gustó aprovechar lo más que podía todo lo que compraba, y se dirigió a las Ramblas. Subió por la acera dejando a un lado al Hotel Lloret, y cruzó la calle atravesándola por entre medio de dos taxis que permanecían atorados tras una scooter caída sobre el asfalto. Los taxistas vociferaban al embriagado muchacho que apenas conseguía mantenerse en pie tras una frenética noche sandunguera. Estanis los observó con curiosidad y una media sonrisa que le daba un aire vampírico debido a la extrema palidez de su rostro, mientras avanzaba por la zona peatonal hasta llegar al semáforo que queda justo frente al café Zurich, aunque siempre se preguntó por que no le ponían “El suizo” en el toldo exterior puesto que así era conocido por todos los barceloneses. Allí se detuvo entre una infinidad de turistas escarlatas que ni siquiera sabrían distinguir la diferencia entre moreno resultón y quemado de segundo grado, y de compradores compulsivos que le rodeaban haciéndole sentir como un extraño con su desfasado traje a casi 40º de temperatura.
Cambió el semáforo, y entre el muñequito verde que parecía andar más rápido de lo que él haría nunca, y los pitidos para las personas con discapacidad visual, sintió una ansiedad extra que le empujó a aligerar el paso hasta casi hacerle sombra a Jordi Llopart. Dejó a un lado la FNAC y prosiguió su camino doblando a la izquierda en la Ronda de la Universidad, donde el ronroneo multicultural se diluyó inmediatamente, dejándole escuchar su abotargada voz interior que apenas lograba decirle que buscase algún sombrajo para mitigar el asfixiante calor húmedo que parecía tirarle de la encharcada camisa y hacerle desistir de su apresurada caminata. Llegó al paso de peatones en la intersección con Balmes y se detuvo a tomar un respiro antes de proseguir con su marcha. A cada bocanada sentía el infierno entrando por su boca. Se aflojó el nudo Windsord, y desabrochó el primer botón mientras sentía que en sus pulmones se mezclaban la sofocante calima con la polución que despedían los cuarenta coches que esperaban ansiosos el cambio de color del disco. Aligeró el paso en cuanto tomó Balmes, miró la hora en su elegante y sobrio reloj de pulsera Davis Pointer en acero matizado con el dial negro, regalo de despedida que le hicieron los compañeros de trabajo en la revista Redundancia, y creyó que iba a llegar demasiado sudoroso como para estar medianamente presentable. Al llegar a la Gran Vía, no tuvo más remedio que resguardarse del tórrido solano bajo la acogedora sombra de los plataneros, los cuales bamboleaban sus hojas al compás que le marcaba la tímida brisa que conseguía refrescar su apresurado recorrido, a la espera de que el ruidoso tráfico le diera una oportunidad de avanzar. Atravesó la ancha avenida, dejando a su derecha el recinto de la Universidad, y continuó subiendo por Balmes, tratando de enfocar su vista para distinguir en la lejanía el repetidor del Tibidabo que siempre destacaba sobre la bruma cargada de polución que se dejaba morir en sus faldas. Giró a la izquierda nuevamente, y encaró la calle Diputación, se sentía cómodo andando por aquella estrecha vía, que parecía un remanso de paz en comparación con las ajetreadas avenidas automovilísticas que acababa de dejar atrás, y recreó la vista observando los jardines que quedaban en la parte trasera de la Universidad, los cuales solía visitar durante los fines de semana para solazarse entre las relajantes sombras vegetales, y la carencia casi completa de los insufribles cláxones y las competitivas aceleraciones. Siempre consideró aquel lugar como un oasis edénico que atemperaba sus pensamientos y le ayudaba a escribir. Tomó a la derecha y entró en la zona peatonal de la calle Enric Granados, sintiéndose renacido al notar como el airecillo se había deshecho de parte del bochorno y había aumentado su cadencia, haciendo mover a las palmeras y otorgándole un respiro que le hizo aligerar el paso y sentir un alivio mayestático en su empapado torso. Aquel trozo carente de automóviles y sin apenas transeúntes le hizo recordar la extraña sensación que le asaltó cuándo caminaba por la Rambla de Canaletas: sintió que aquella era una mañana rara, en la cual la excepcional electricidad imperante en el ambiente hacía que la gente se mirase de soslayo y pareciese que iban a saltar con sus dientes afilados hacia la yugular de cualquier persona que la rozase, haciendo de aquel obligado paseo una desasosegada carrera de obstáculos y una alterante competición corpórea en la cual el único objetivo era el de mantener la posición sin ceder un sólo centímetro. Pero aquella desagradable percepción había desaparecido, y su alterado parapeto sensitivo se había convertido en un liviano transitar bajo el relajante palmeral sobre la alfombra de adoquines de hormigón. El ambiente era cálido y la humedad asfixiante, demasiado agobiante para llevar un traje de chaqueta, pero la subida por la calle que le llevaba a su nueva posibilidad de futuro laboral bajo una agradable arboleda, apenas si le conseguía fatigar, y eso le hizo olvidar la incomoda climatología.
Apresurado, aunque con cinco minutos de antelación, llegó a la altura del nº105 de la calle Enrique Granados, pero no lograba dar con él: donde se suponía que debía estar el edificio en cuestión se hallaba un sucursal de la Caixa Penedés. Se puso nervioso y comenzó a mirar a un lado y a otro tratando de localizarlo. Bajó hasta el cruce con Rosellón y volvió sobre sus pasos fijándose en los números de los portales, pero siguió sin dar con la dirección que buscaba. Llegó a pensar que era una broma de mal gusto hasta que, casualmente, observó un letrero en el nº107 en el que pudo leer: Weatherco S.A. 5ª Planta. Suspiró aliviado y decidió llamar al portero automático. Una señorita le dio paso con voz suave y parsimoniosa. Estanis entró en el edificio: era una de esas casas de estilo modernista de principios del siglo XX. El ascensor todavía mantenía la puerta de hierro características de los primeros elevadores. El  pasamanos de la escalera era de madera noble y los mosaicos, de formas gaudianas, daban a entender que en su momento debió de ser un edificio señorial. El ascensor llegó a la planta baja, y Estanis entró en él y pulsó el botón hacia el ático. Alcanzó con estruendosa velocidad la cúspide del inmueble y frenó bruscamente, escuchándose como vibraba la sacudida de toda la estructura del aparato, haciéndole creer que iba a caer al vacío, pero eso no sucedió: el elevador se quedó en su sitio y Estanis pudo abrir la cancela de hierro sin ningún contratiempo, aunque de reojo no cejase de mirar desconfiado por el inquietante hueco donde se atisbaban los cables del rancio dispositivo. Salió a un pasillo iluminado por pequeñas cristaleras de colores con  motivos que le resultaron infernales: una infinidad de grotescas criaturas similares a perversos diablos que jugueteaban con mujeres desnudas y con una serie de depravados artilugios amatorios de formas variadas. El suelo aparecía desgastado de la infinidad de pasos que había recibido durante toda su existencia pero parecía firme. Se dirigió al ático primera y llamó al timbre. La puerta se abrió al sonar un chasquido metálico y entró en una habitación gris donde, en una pequeña mesa a la izquierda,  se encontraba una señorita que amablemente le preguntó qué deseaba. Estanis le comentó el motivo y le entregó el DNI para que rellenara su ficha. La señorita Ana Ruiz le acompañó gustosamente hacia el despacho principal a través de un largo pasillo, también de color gris y decorado con pequeños cuadros sin leitmotiv alguno: “Parece que los han elegido al azar.” Pensó para sí.
Mientras avanzaba por el inacabable corredor que parecía alargarse y contraerse a cada paso que daba, observó dos puertas pintadas de naranja que le dejaron impactado por la diferencia de sobriedad ante la decoración que había contemplado anteriormente. Llegó junto a la puerta central, barnizada de negro azabache, y donde en un letrero pudo leer: D. Adriá Mas Mateu. Director Ejecutivo. Weatherco S.A.”
La Srta. Ruiz llamó suavemente y una voz grave y seria dio permiso para que pasase. Entró en el despacho y casi sin darle tiempo a escudriñar la estancia, un señor bajito de aspecto elegante, el traje era de Armani y el perfume no era como su Massimo Dutti de imitación, le invitó a sentarse.

-          Siéntese Sr. Ibarra - dijo con voz calmada y sin dejar de mirarle continuó- Así que está usted interesado en nuestra oferta, ¿no?

Le dijo que sí, aunque realmente pensaba que la pregunta era demasiado obvia. Se sentó en un butacón de color negro que parecía bastante cómodo a primera vista y confirmaba esa impresión al acomodarse en él, mientras su entrevistador salía a la pequeña terraza que quedaba al fondo del despacho para atender una llamada, lo que le permitió examinar el despacho con tranquilidad: lo primero que le llamó la atención fue el escritorio de caoba barnizado en negro, de unos tres metros de ancho por dos de largo, cuyas patas talladas eran dos enormes serpientes que miraban fijamente al invitado con sus vacuos ocelos. En la parte frontal del buró había un péndulo de Newton que repiqueteaba insistente, encrespándole e incitándole a finalizar su martilleo, pero para eso lo hacían funcionar, para averiguar la capacidad de aguante del interlocutor, y detenerlo hubiese supuesto la casi segura pérdida de cualquier opción de conseguir el trabajo. Tras él, un juego de tres estilográficas de oro con remaches de marfil le impactaron profundamente debido a que nunca llegó a comprender que alguien pudiese invertir una cantidad exagerada de dinero en un producto cuya utilidad carecía del valor real para ello. En cada esquina frontal se hallaban dos huevos de avestruz forrados de oro con incrustaciones de rubíes formando una boca de malvada expresión, y zafiros en forma de siniestros ojos que parecían auscultarle. Se notó desalentado, y decidió desplazar la vista hacía las grandes estanterías que no dejaban atisbar el color original de las paredes: estaban lacadas en el mismo color negro del escritorio y presentaban unos enigmáticos grabados similares a los ofidios que servían de soporte. Estanis recreó la vista por la colección de novelas, ensayos y documentos, deteniendo su mirada en un estante que le sorprendió sobremanera: “¿Mein Kampf?” Se preguntó sorprendido, y prosiguió con la inspección del siniestro anaquel dónde se mezclaban las mediocres novelas de Sven Hasel sobre la 2ª guerra mundial, con Nietszche, Schopenhauer, Goethe, Los mitos de Cthulhu de Lovecraft, El libro de la ley de Crowley, el Kybalion, el Legemeton Clavícula Salomonis, y varios grimorios que no supo reconocer. A pesar de su aparente perversión, aquella colección tenebrosa le pareció lo mejor de aquella mareante habitación.
Continuó indagando, tratando de no incorporarse al notar la atenta mirada del Sr. Mateu a través de la cristalera, y sintió un escalofrío al comprobar que el ajado y amarillento último libro de aquella balda poseía un título que siempre creyó una invención: “¿Necronomicón?, a saber cuanto le habrán cobrado por esa estafa.” Sonrió y miró altivo a su entrevistador que permanecía de espaldas a él emitiendo humeantes vaharadas en una terraza que parecía encontrarse bajo una sombra heladora. Tableteó con sus dedos sobre sus rodillas y se fijó en la enorme alfombra de cachemir que cubría el suelo: sobre un fondo negro, destacaban las figuras de unos burlescos grifos en tonos rojos y amarillos bastante chillones que jugueteaban entre ellos mientras despedazaban a lascivas mujeres con sus rostros en éxtasis y que daban la sensación de que cobraban vida y querían ir a por él. Se sintió mareado y dejó de mirarlos.
Levantó la vista y notó como su anfitrión le sonreía desde su sillón Amalfi en tono verde agua, jugueteando con un Montecristo con su mano izquierda. (continuará)

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