El nuevo día amaneció sereno. Extrañamente luminoso y cálido, y
sugiriéndole un ambiente que le
recordaba las primeras lluvias de otoño cuándo al escampar decidía pasear por
el campo en las visitas al pueblo de su madre, hechizado por el olor a tierra
mojada y escuchando el trino de los pájaros al secarse las plumas. Era
relajante e inquietante verse rodeado de nieve por todas partes y sentir la
frialdad martilleando su esqueleto y notar, a la vez, ese ambiente templado que
le hacía recordar los paseos vespertinos por el muelle de Barcelona cuándo las
tardes comenzaban a alargarse.
Estanis estaba recogiendo los datos anotados en la garita
meteorológica y comprobó que la noche había transcurrido en los baremos
habituales de los últimos tres meses: entre los -15ºC y los -12ºC. Al verificar
la temperatura impresa sobre el rollo de papel justo a la hora exacta que se
encontraba, no pudo contener un clamoroso gesto de sorpresa: había subido, pero
sólo hasta los -9ºC. No podía ser real. No concebía tal desajuste entre el
ambiente que percibía, el cual parecía estar cercano a los 20ºC, y la temperatura
registrada en el termo higrógrafo. Las mediciones no podían estar bien. No era
posible tanta diferencia entre la temperatura actual y la que él creía
experimentar. Decidió revisar los termómetros: el interno, el externo y el de
subsuelo. Pero no parecían estar en mal estado. Seguía sin creérselo: “No puede ser” Se dijo. Detuvo unos
instantes el reconocimiento de los aparatos de medición y miró hacia el
cobertizo sin fijar la vista en ningún punto concreto. Tras negar confusamente
meneando la cabeza, decidió regresar a la cabaña. Dejó el férrico foco
encendido sobre el porche apuntando hacia el sillón balancín y se despojó de
toda la parafernalia que utilizó para salir al exterior. No dejaba de rumiar
sobre lo ocurrido, rascándose el cuero cabelludo nerviosamente y fijándose en
las rajas que se apreciaban en el entarimado del suelo, entre las cuales
intentó toparse con alguna explicación al desbarajuste climático percibido unos
minutos antes, pero que, lógicamente, no se encontraba allí.
Tras un prolongado intervalo desconcertante, se encaminó al PC
para transmitir las cifras recogidas hasta el insigne Sr. Masfurroll. A la vez
que los mandaba, pensó en enviarles un mensaje anexo comentando la situación
que creía estar viviendo. Pero no lo hizo: “Quizás
solo sea una sensación pasajera y más añorada que real.” Envió los datos
sintiéndose extraño y
ostensiblemente extraviado. Miró
a través del ventanal situado encima del escritorio y el Sol pareció llamarle:
demandaba su presencia ante él para broncear sus inconclusas ideas y concederle
un merecido asueto, pero Estanis desechó la generosa invitación abrumado
ante las cifras térmicas que había
anotado en la tablilla y enviado a la oficina de Weatherco minutos
antes, las cuales convertían el agradable solano en una mera ilusión pasajera: “¿Debería
seguir siendo de noche?” Se dijo amedrentado mientras se tapaba la cara con
sus enormes manos, y decidía cerrar todas las ventanas para no contemplar aquel
espejismo histriónico.
Intentó atemperar sus ánimos preparando el desayuno. Scooby-Doo
parecía mofarse de él cuando agarró la taza y la llenó hasta la mitad de café.
Le añadió cinco cucharadas de azúcar y removió el contenido pausadamente en un
movimiento circular constante siguiendo el desplazamiento perpetuo de las
agujas del reloj. Notaba el ligero tembleque de sus rodillas mientras se
dirigía hacia el escritorio. Se sentó en la westerniana silla giratoria
Craftsman de madera de roble con el asiento tapizado en piel negra dispuesto a
olvidar la esquizofrénica perturbación matutina que aún le perseguía, a base de
intentar plasmar los bocetos mentales en argumentos concretos y saludables para
su pensamiento, algo que le estaba triturando su ego desde que llegó a la isla,
puesto que sólo había logrado ligar tres frases
y ninguna de ellas parecía tener sentido en alguna de los bosquejos que
tenía: “Todo el mundo tiene malas rachas
y sólo hay que saber superarlas con buen humor y poniendo lo mejor de ti.” Se
dijo, aunque antes de iniciar el procesador de texto ya intuía que aquel
tampoco iba a ser el día propicio a pesar de que el ambiente del salón fuese
cálido y acogedor, y le hiciese elucubrar sobre la estampa que debía
contemplarse tras las hojas cerradas de las ventanas: aquella sensación
relajante y poco tensa que invitaba a relamerse de paz y armonía, a pensar en
los placeres de la vida y olvidarse de todas las malas vibraciones y
obligaciones que esclavizan a la mente, aunque había algo inquietante en todo
aquel majestuoso vendaval de impresiones halagüeñas. Algo pestilente. Pero
parecía todo tan real, tan mundano que conseguía hacerle pensar que no lo era y
en ese preciso instante querría olvidar
aquel lisonjero ambiente y centrarse en las obligaciones que esclavizaban su intermitente
movimiento vital.
A tan solo cien metros de la casa la sensación térmica aparentaba ser
totalmente infernal. La concisa playa estaba completamente deshelada y de las
piedras brotaban a gran velocidad una infinidad de flores escarlatas con forma
de corazón y el polen del mismo color. Parecía como si se hubiese pasado de una
estación a otra en cuestión de minutos. Pero esa vicisitud no era lo más
desconcertante que ocurría bajo la empinada pendiente que separaba la
plataforma dónde se hallaba Estanis de la espeluznante metamorfosis geológica:
en cuestión de segundos, las flores más próximas a la orilla se habían secado
convirtiéndose en un polvo acre que había conseguido deshacer las piedras del
litoral, haciendo que esa franja de la playa pareciese un abrasador desierto de
arena roja que avanzaba sin pausa hacia la plataforma. Desde la cima de la
escalera podían llegar a escucharse los chirriantes gemidos lastimeros de la
legión polinizadora al tomar contacto con la nieve más cercana a la pared
vertical. Parecía como si el infierno se acercase lentamente hacía aquella
remota isla septentrional.
Desde la cabaña, Estanis no podía contemplar nada de lo que estaba
sucediendo bajo el atracadero: la ubicación elevada de su residencia hacia
imposible la contemplación de aquel frenético trajín, y él proseguía con su
inconstante teclear carente de brillantez, ensimismado en fugaces destellos
cartoonianos que eclipsaban cualquier atisbo de solidez literaria, abotargado y
fusionado con el fofo asiento peletero de la elegante silla giratoria. Tableteó
con los nudillos sobre el teclado, esperando que la azarosa providencia
inspiradora le indicara alguna pista a seguir. Detuvo repentinamente el forzado
repiqueteo al escuchar unos ruidos procedentes del exterior. Se sobresaltó y se
incorporó atropelladamente, enredando sus pies entre la maraña de cables bajo
el escritorio y arrastrándolos consigo hasta la puerta de salida: “¡Me cago
en la puta!” Exclamó ansiosamente hondeando el cableado ovillo hacia el
fondo del salón con tanto ímpetu, que casi finalizan su singladura sirviendo de
improvisado humo negro papal. Abandonó el edificio y agudizó el oído esperando
escuchar de nuevo aquellos repentinos crujidos. Nada. Agarró la lámpara de
Ruhmkorff y alumbró frente a sí esperando atisbar el origen de su repentino
sobresalto. Pero nada extraordinario halló. Sólo nieve a todo lo que alcanzaba
su vista. Y el mar, que aparentaba estar cálido y sereno, pero si caías en él
se convertiría en una trampa mortal si no conseguías abandonarlo en menos de
una hora. Si eso ocurriese, ya sabía donde tendría la tumba: “Eso que te ahorras en el entierro.” Se
dijo, y continuó mirándolo sintiendo en ese instante más miedo que serenidad.
Se quedó unos minutos observando la engañosa quietud del gélido piélago y sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de punta a punta, haciéndole estremecer, dando la cara súbitamente todo el frío que antes no percibió, aunque parecía venir de lo más profundo de su ser. De las entrañas. Exhaló ruidosamente el aire acumulado en sus pulmones. Entornó los ojos y con el rostro desencajado, y la piel tan blanquecina que casi permitía la apreciación de sus músculos faciales, corrió al interior de su guarida al resguardo de la chimenea.
Se quedó unos minutos observando la engañosa quietud del gélido piélago y sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de punta a punta, haciéndole estremecer, dando la cara súbitamente todo el frío que antes no percibió, aunque parecía venir de lo más profundo de su ser. De las entrañas. Exhaló ruidosamente el aire acumulado en sus pulmones. Entornó los ojos y con el rostro desencajado, y la piel tan blanquecina que casi permitía la apreciación de sus músculos faciales, corrió al interior de su guarida al resguardo de la chimenea.
Esta nueva situación le producía un pánico exacerbado e irracional y
sólo deseaba que parase. Que finalizase cuanto antes su perentoria opresión. No
conseguía dominar el molesto tembleque: sus pies golpeaban las patas de la
mesita baja en un baile de San Vito desesperante que le hacía sentir como un
idiota incapaz de refrenar los irracionales impulsos de su sistema nervioso.
Durante un par de horas fue incapaz de dominar la agobiante conducta escalofriante. La acuciante necesidad de controlarla, hizo que dejase instintivamente de pensar en el mar en cuanto su estómago decidió conquistar el vasto territorio de sus turbadoras cavilaciones. Aupó sus adormecidas posaderas, y restregó las piernas entre ellas pretendiendo estimular el flujo sanguíneo, a la vez que se desperezaba emitiendo placenteros bostezos al notar el crujido de las articulaciones y la reactivación de sus funciones cerebrales, lo cual le produjo una repentina disfunción visual al principio, y un torrente de energía abrumadora en cuanto sus ojos lograron recobrar la nitidez perceptiva.
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Su tabaco, gracias.