“Escarbaba en mi mente
queriendo divisar las orillas perdidas entre mares eternos. No recordaba dónde
las dejé. No sabría decir cuándo las vi por última vez y sin embargo, no me
importaba no contemplarlas. Me sentía feliz alejado de aquellas remotas costas.
Ignorando su fuerza y su dedo acusador, alejado de todo lo que significase
responsabilidad y falsa apariencia. Sólo el amor puede desprenderse de todo.
14 de Febrero
Diario de
Estanis Ibarra”
“Despierta, despierta...” Un onírico susurro se deslizaba por la
habitación introduciéndose en el plácido reposo de Estanis que despertó
confundido. Deslizó la mano derecha lentamente bajo la cama y logró dar con las
babuchas de paño a cuadros marrones. Se sentó sobre el colchón y se restregó
los ojos. Tenía un somero dolor de cabeza y todavía no era capaz de fijar la
vista. Alargó la mano derecha y recogió las gafas que reposaban sobre el nº216
de Penthouse. Se las colocó y comprobó la hora en el reloj de pulsera Davis
Pointer en acero matizado con el dial negro. Eran las 8:30 de la mañana.
Tan solo había dormido dos horas y le había parecido una eternidad. Se
incorporó vagamente mientras se rascaba una nalga. Se desperezó ruidosamente y
arrastrando los pies con desidia se encaminó a la cocina. Se preguntaba si Ola
Günnar estaría despierto. Llegó a la cocina, prendió el calentador de la
esquina frontal derecha del anafe y puso sobre él a la vieja cafetera alemana
Wmf de acero inoxidable a la cual había añadido una carga extra de café. Abrió
el armario sobre su cabeza y cogió el paquete de oreos que poco antes estaba
sobre la mesa. El forzudo capitán sólo le había dejado dos galletas. Se sentó a
la mesa y se fijó en su taza de Scooby-Doo repleta de té rojo por probar. Recordó
que él no lo tomaba y de alguna manera tuvieron que confundir el inventario de
los productos y dejarle sin tila, y enviarle la infusión inservible para su
paladar y su comportamiento. Lo odiaba, nunca fue capaz de acostumbrarse, le
producía arcadas y siempre terminaba revelando el origen gástrico de su
molestia. Agarró la taza y la vació en el fregadero lavándola frenéticamente.
El café terminó de prepararse perfumando la estancia con su afrutado aroma
africano. Escurrió la jícara cartooniana, la llenó hasta la mitad del angoleño
néctar, añadiéndole tres cucharadas de azúcar, y removiendo lentamente la
mezcla se dirigió al salón. Se sentó en la silla que quedaba de espaldas al
cuarto de baño y dejó la taza sobre la mesa. Se fijó en un agujero que tenía en
el pantalón del pijama a la altura de la rodilla, lo observó detenidamente y
comenzó a jugar con su dedo índice tratando de agrandarlo. Sonrió y desistió en
su intento de meter la mano por el ensanchado boquete. Agarró la taza y sorbió
de ella despotricando levemente al quemarse la lengua. Cogió un cigarrillo de
su paquete de Chesterfield blando y lo encendió con su mechero azul, el mismo
que le obsequiaron en alguno de los bares que frecuentaba por el Borne. Dio una
primera calada profunda y exhaló el humo produciendo dos o tres círculos
azulados dentro de la estancia que poco a poco se fueron disipando. Estiró los
brazos por encima de la cabeza hasta que notó un chasquido en sus cervicales,
lo que le hizo guiñar los ojos, y a través de la minúscula rendija entre sus
párpados, pudo observar una revista sobre la mesa: era un ejemplar del Reader’s
Digest en cuya portada destacaba un titular en el cual se intuía el contenido
de un artículo que debería hablar sobre el daño psicológico que suele producir
en las personas la vida en soledad. Le hizo gracia: llevaba casi seis meses en
la isla completamente solo y no se encontraba diferente. Se sentía igual que
siempre, quizás algo menos sociable, pero ni mucho menos creía estar aislado.
Se notaba vivo, más vital que en sus últimos meses en Barcelona dónde se
convirtió en un ser asocial y anodino que olvidó y se hizo olvidar. Que siempre
se encontraba indispuesto. Que casi nunca contestaba las llamadas y en escasas
ocasiones abría la puerta a alguno de sus conocidos, y dónde su casa se
encontraba más cerca de ser catalogada como una pocilga que como un lugar
humanamente habitable.
El cigarrillo se consumió rápidamente y ya no quedaba café que
saborear. Respiró profundamente y se rascó la cabeza contemplando el resplandor
matutino que fulguraba a través del ventanal sobre el escritorio de madera de
roble barnizado en tono chocolate. Los rayos de Sol se filtraban con la
humareda producida por el tabaco y producían un efecto que siempre le atrajo.
Era como si el humo llenase los rayos dotándolos de vida, haciendo que se
movieran armoniosamente y difuminando los objetos que se encontraban en su
campo de visión. Le gustaba jugar guiñando un ojo y luego el otro, intentando
ver los diferentes puntos de vista que se podían tener sobre la misma imagen. A
veces, lograba diferenciar dos perspectivas diferentes de una misma imagen, las
mezclaba y creaba un nuevo diseño surrealista con ellas y le otorgaba un nuevo
nombre, ingeniando un flamante formato indefinible, enigmático y entretenido.
Recordó cuando se encerraba en el desván de la Sra. Ortiz y para matar el
tiempo, o escapar de las permanentes palizas de su madrastra, jugueteaba con
los rayos de Sol que entraban por las rendijas del techo y se mezclaban con el
polvo, inventando un universo paralelo carente del estoicismo diocesano que
castraba sus infantiles ilusiones. Se escondía durante horas anhelando el
rescate paterno, o fantaseando con escuchar la estruendosa voz de su progenitor
cargada de afecto y correr bajo su protección, pero desgraciadamente eso nunca
ocurrió: su padre llegaba tan borracho que era incapaz de ir hasta el
dormitorio por su propio pie, y cuándo se acercaba a él, siempre escuchaba la
misma cantinela envuelta en vapores de vino: “Algo habrás hecho.” Y se dejaba dormir sobre el sofá emitiendo
sonoros ronquidos mientras su madrastra aprovechaba la coyuntura para cocerle
el culo a zapatazos y mandarlo a la cama sin cenar.
De repente, un ruido le sobresaltó y le hizo regresar a la realidad:
la bocina del Alexandra atronó en el sempiterno silencio y el motor del
viejo barco pesquero carraspeó
quejumbroso atenuando su sonsonete con cada segundo que transcurría.
Estanis enfureció: “¡Este noruego loco es
capaz de haber dejado las provisiones en el muelle y largarse!”
Corrió a la habitación y se coló las botas sin atarse los cordones.
Salió precipitadamente, tropezando con la puerta y dando de bruces sobre el
entarimado. Las gafas cayeron delante de él y sintió una terrible punzada en la
espinilla que hizo que se le saltasen las lágrimas. El Alexandra sonaba
cada vez más lejos. Se levantó, recogiendo las gafas con agilidad impropia para
sus negadas habilidades físicas, y se arremangó la pernera derecha del pijama
observando un ligero corte coagulado que comenzaba a inflamarse. Su prisa se
volvió frenética: se abalanzó a la salida y quiso abrir la puerta pero no pudo;
estaba cerrada con llave. La giró y
accionó el picaporte, abriendo el hinchado portón y abandonando el edificio con
una descomunal zancada que evitó un nuevo tropiezo con la vetusta lámpara de
Ruhmkorff y que casi le sitúa en el segundo escalón de la chirriante escalera.
A lo lejos, el Alexandra se hacía cada vez más pequeño y por más que
gritase ya no podría escucharle el capitán noruego de madre sevillana que
arrasó con su despensa la noche anterior y que ahora se alejaba: “¿Y ahora
cómo subo las provisiones sin la transpaleta?” Balbuceó, y comenzó a
maldecir con furia, acordándose especialmente de toda la familia del
extravagante glotón, mientras pateaba con saña la cancela del jardín
meteorológico. Continuó despotricando hasta que se notó asfixiado. Clavó sus
manos en las rodillas respirando intermitentemente y sintiéndose
inesperadamente desahogado. Exhaló profundamente captando con su nariz el
compactado aroma apaciguador rebosante del peculiar polen escarlata. Musitó una
arenga ininteligible rebozada con su blanquecina saliva y decidió acercarse
hasta el muelle: la fulgurante mañana le brindaba una salutación agasajadora y
la legión de ígneas flores que se movían cadenciosamente bajo sus pies parecían
querer impulsarle sobre ellas en un levitar ilusorio, pero Estanis comenzó a
aplastarlas cínicamente en una pueril pataleta repentina aderezada con los más
rebuscados vituperios: no concebía lo que sucedía, aunque le dijera que le
esperaba a las nueve y ya pasasen de las diez:
“¿Tanta prisa tiene el hambrón éste?” Le resultaba absurdo, sobre todo después de
haberse colado por la noche y zamparse todo lo que encontró a su paso.
Logró calmarse y comenzó a pensar en el tiempo que tardaría en llevar
todas las provisiones sin la evolucionada transpaleta hidráulica: “Puedo estar todo el día.” Musitó
meneando la cabeza. Llegó hasta la escalinata que daba acceso al escueto
atracadero y se detuvo estupefacto: “¡Aquí
no hay nada! Ni siquiera ha descargado. ¡Hijo de puta!” Exclamó estruendosamente mientras pateaba
la herrumbrosa barandilla. Su colérica compostura se agravaba progresivamente y
en su desenfrenado frenesí, agarró un pequeño y oxidado bidón de combustible
con el emblema de la Kriegsmarine que reposaba moribundo junto a la escalinata
y lo lanzó al mar con un ímpetu fuera de lo común que casi le arrastra tras él,
mientras las venas de su cuello palpitaban con tal violencia que daban la
impresión de estar a punto de reventar. Insanamente enfurecido, dio media
vuelta y se encaminó a la cabaña ensañándose con el tornasolado manto floral,
el cual había cambiado su tonalidad a un malva febril imperceptible para el
ofuscado discernimiento de Estanis, y que parecía plañir ante las funestas
embestidas de su anfitrión, y se balanceaban evitándolas, abriendo un
improvisado sendero pedregoso. Estanis lanzó una nueva patada rabiosa, topando
su pie derecho con una voluminosa roca que le hizo salir despedido hacia
delante, quedando zambullido bajo el manto multicolor. Anatematizó con más
vehemencia si cabe con su rostro pegado al abrupto suelo y su boca plagada de
pétalos. Comenzó a palpar tratando de encontrar sus gafas entre el inescrutable
hervidero de flores malvas que dominaban su precario campo de visión y que no
paraban de danzar mofándose de su infortunio, desplegando un aroma cada vez más
penetrante y expulsando su polen con tal violencia, que sus ojos no eran
capaces de distinguir más allá de su entrecejo. Se puso de rodillas y miró al
frente, y entre la densa bruma polinizadora que velaba sus retinas, le pareció
divisar la silueta de una persona sentada en el sillón balancín del porche. Se
frotó los ojos, entrecerró los párpados, y forzando la vista, creyó que, efectivamente,
había alguien allí. Comenzó a palpar nerviosamente hasta que consiguió dar con
los resquebrajados lentes. Limpió el único cristal que quedaba en la montura
sobre la manga del pijama y observó desde la lejanía como la figura iba
perfilándose hasta hacerse reconocible: Era una mujer joven que le miraba
fijamente. Se incorporó y avanzó lentamente notando como el corazón le bombeaba
cada vez más rápido. La imagen se le hacía cada vez más nítida. Se paró sobre
el chirriante primer escalón y observó sorprendido a la chica que aguardaba
recatadamente al borde de la crepitante escalera: Tenía una ensortijada melena
cobriza. Su piel era blanca, lechosa, con las mejillas ruborizadas, y sus
enormes ojos verdes chispeaban sensualmente. Llevaba puesto unos vaqueros
negros ajustados y un jersey blanco de lana de cuello vuelto. Era hermosa,
quebradiza, etérea, y su rostro mostraba una seductora mezcla de alegría e
intriga. A su lado, una pequeña maleta daba a entender que venía a quedarse.
- Hola
Están, dijo con voz calmada
- Hola
Berta, cuanto tiempo.
Estaba pasmado, completamente petrificado, hizo el amago de pellizcarse creyendo que estaba soñando, pero era real. Sus rodillas temblaban y sus ojos auscultaban a la mujer que tenía frente a él.
-
El
capitán dijo que tenía que volver a recoger algunas existencias y que
regresaría mañana.
Musitó Berta en tono amable con la intención de romper el hielo viendo
la fría actitud de su interlocutor, que permanecía inmóvil a los pies de la
escalera cómo el que visiona una película a la que no tiene acceso, cómo si lo
que estuviera pasando no ocurriese realmente.
- Se
que no esperabas que viniese y que tenía que haberte avisado pero…
Estanis se abalanzó sobre ella y consiguió silenciarla con un beso
tierno y profundo.
- Perdóname
Berta. No quise hacerlo, sólo quería quererte pero me convencí de lo contrario.
Balbuceó con ternura besándola sin parar y mirándola como si nunca
antes la hubiese visto.
- Quería
quererte y a la vez me empeñaba en ser desdichado. Necesito tú...
Berta le puso un dedo en los labios pidiéndole que se callara. Le
cogió de la mano izquierda y sin dejar de mirarle con ternura, le condujo hacia
el interior de la cabaña, cerrando la puerta suavemente tras ellos.
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Su tabaco, gracias.