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El ojo muerto: Ataúd (2)


El berrido fue tan estridente que le provocó una intensa punzada en su oído interno. Le reventaron los tímpanos y la sangre brotó a borbotones de sus orejas. Se movió desasosegado bajo las mantas, gimiendo penosamente ante la tortura infringida, pero a pesar de ello, no cejó en su empeño de hallar alguna insignificante posibilidad de huir de aquel calvario.

-          Y si alguien escucha mi llamada de socorro y acude en mi ayuda, ¿qué harás?, ¿los matarás a todos? Seguro que tienes algún punto débil.

La cabaña volvió a zarandearse y la risa se incrustó en los ineficaces oídos de Estanis, que se tapó las orejas con las manos intentando mitigar aquel estruendo abominable que infectaba su cerebro desde dentro, haciendo inútil cualquier intento de mitigar su efecto. Atemorizado y tumefacto, salió de la cama tambaleando y trompicándose con las mantas hasta caer sobre el entarimado, dónde quedó aturdido, y ostensiblemente superado por el angustioso delirio que le hacheaba insistentemente, sintió cómo una nueva conversación incrementaba todas aquellas martirizadoras percepciones:

-          Ya te he dejado sin luz y cuándo quiera te dejaré sin gas. No podrás comer nada caliente, y el frío hará que las congelaciones que tienes poco a poco se vayan pudriendo hasta que sientas tanto dolor que preferirías no haber nacido. No tengo prisa, ya te lo dije, prefiero esperar y jugar contigo durante semanas si hace falta, antes de entrar y llevarte a vivir tu peor pesadilla.

Estanis observó las desalentadoras congelaciones y notó como la movilidad de sus dedos era prácticamente nula. Suspiró desesperado al recodar que el ajado botiquín metálico con la cruz roja y el emblema “Verbandkasten” en su parte frontal, había quedado atrapado en el inexplicable incendió que asoló el desvencijado cobertizo y el jardín meteorológico, y al que todavía no encontraba explicación. Gimió al incorporarse, y se encaminó al desvalijado salón. Allí, en lo que antes fue un acogedor refugio, logró dar con una botella de Williams Lawson que permanecía tumbada junto a las astillas y la destrozada piel del confortable sofá granfort color chocolate que le había servido de improvisado quitapenas cada vez que lo necesitó, y que ahora desprendía un fétido olor visceral que no invitaba a apoyarse en su despellejada estructura. Se acurrucó bajo el radiotransmisor Kenwood y vertió un generoso chorro de whisky sobre sus glaciales extremidades, esperando que aliviase el constante martirio que le subyugaba. Bebió el resto que quedaba en la botella, tosió con aspereza al sentir el amargo líquido en su reseca garganta, salpicando el ahora ineficaz tronco de abedul que dormitaba a su derecha. Se desesperó al comprobar la inutilidad del remedio casero, y golpeó con sus doloridas manos el revestimiento de madera de la pared, consiguiendo que una de las tablas cayera repentinamente mostrando los tubos de la calefacción de gas en medio de la penumbra. Con el rostro descompuesto, arrimó las manos al calor que desprendían los estrechos conductos, acercándose hasta tocarlos sin experimentar calidez en sus maltrechos apéndices, pero, realmente, ni siquiera sintió las quemaduras que se acababa de producir: “Éste es el fin.” Balbuceó desconsolado. Se dejó caer y contempló la inquietante oscuridad de lo que fue el palacio de sus sueños, y creció en él la impresión de estar examinando lo que sería su última morada en el circo de las ilusiones, su tumba. Recogió del suelo un cigarrillo del paquete de Chesterfield blando que siempre tenía sobre la elegante mesa baja, ahora claveteada sobre la ventana situada justo encima de dónde se encontraba el austero pero estilado escritorio de madera de roble barnizado en tono chocolate, y lo encendió con el mechero azul que se encontraba junto a él, el mismo que le regalaron en alguno de los bares que frecuentaba por el Borne, lanzando improperios y llorando al girar la polea y notar la hiriente punzada en el pulgar de su mano derecha, el único dedo sensible que le quedaba. Lanzó una larga calada mientras temblaba al sentir los escalofríos característicos de la hipotermia adueñándose de la totalidad de su cuerpo. Sus manos y pies habían doblado su tamaño y competían en tenebrosidad con la parapetada vivienda. La insensibilidad de su apéndice nasal le provocaba la desagradable percepción al expulsar el humo, de verlo salir pero no sentirlo. Tiró el pitillo dentro de la taponada chimenea y se arrastró hacia la cocina, graznando abstrusas expresiones acompañadas de una risa perturbadora que moría entre los blanquecinos espumarajos que se descolgaban de sus amoratados labios. Prendió el horno y se recostó de él esperando atrapar la mayor cantidad de calor a través de su espalda: “Es una pesadilla. Es una puta pesadilla.” Repitió tratando de engañarse. Cabeceó mostrando una mueca macabra y miró al techo resignado. De nuevo sus oídos comenzaron retumbar:

-          Jugaré contigo, jugaré de tal forma que nunca sabrás que es real y que no lo es. Si vienen en tu ayuda acabaré con ellos del mismo modo que contigo si no sales: de manera violenta y dolorosa. ¿Es que piensas que alguien puede conmigo? Nadie me sobrevive, todos caen bajo mis efluvios y ya sólo me quedan cinco personas para terminar mi ciclo. Todavía me quedan tres meses para conseguir las ondas cerebrales que necesito para abandonar este miserable mundo. Así que si vienen en tu ayuda, me facilitarás el trabajo y podré descansar tres meses divirtiéndome con todos aquellos que yo elija, y alimentándome cada vez más para el día que llevo esperando desde hace más de dos mil años.

Estanis no  creía lo que escuchaba. No concebía que hubiera un ser que pudiera vivir durante un período tan extenso de tiempo y que nadie hubiese sido  capaz de verlo, ni siquiera los ejércitos con sus avanzados radares y satélites.

-          ¿Cómo haces para que nadie te vea? ¿Cómo consigues eludir los radares y los satélites? Seguro que alguien te ha visto sin que te dieras cuenta en estos dos mil años sino, no habría tantas fábulas sobre monstruos que matan a hombres en soledad.

El abominable ente incorpóreo volvió a reír y la cabaña crepitó ante la enorme sacudida recibida.

-          ¿Fábulas? Ellos creen que murieron congelados por algún ataque de locura que les hizo quedarse en la nieve, pero para ahuyentar el miedo a la soledad inventan historias que calman su ego y les hacen vivir más tranquilos aunque para ellos son cuentos para darles miedo a los niños y a los forasteros. ¿Has oído hablar del lago Ness? Soy yo. Soy capaz de enviar mis efluvios por todo el globo y sumergirlos en un delirio pasajero del que saldrán sin saber lo que han hecho durante ese período de tiempo, y lamentándose por las locuras cometidas. Pero ese tipo de influencia no me genera beneficio alguno -la voz pareció multiplicarse en un susurro indefinible- al menos para mi objetivo. Mi poder es tal que nada me asusta y nada ni nadie puede destruirme: ¿Todavía crees que te salvarás?, iluso.

Estanis notó como la garganta se le cerraba y la saliva se apelotonaba en ella impidiéndole respirar. Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, logró incorporarse. Abrió el desconectado frigorífico Kristall de fabricación alemana y comenzó a registrar frenéticamente en busca de algo que sirviera para provocarle el vómito. En el estante central había un paquete de salchichas Frankfurt, cogió una y la introdujo en su boca hasta que las arcadas rompieron en una estruendosa fuente que consiguió desatascar la garganta al arrastrar con ella los residuos que impedían la respiración. Tembloroso y debilitado, se recostó en el vetusto refrigerador y miró al techo. Sintió la necesidad de poner fin a la insoportable agonía que estaba padeciendo: su inescrutable rival poseía el control de la situación y no dejaba pasar la más mínima oportunidad de demostrárselo continuamente. 

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