El berrido fue tan estridente que le provocó una intensa punzada en su
oído interno. Le reventaron los tímpanos y la sangre brotó a borbotones de sus
orejas. Se movió desasosegado bajo las mantas, gimiendo penosamente ante la
tortura infringida, pero a pesar de ello, no cejó en su empeño de hallar alguna
insignificante posibilidad de huir de aquel calvario.
-
Y
si alguien escucha mi llamada de socorro y acude en mi ayuda, ¿qué harás?, ¿los
matarás a todos? Seguro que tienes algún punto débil.
La cabaña volvió a zarandearse y la risa se incrustó en los ineficaces
oídos de Estanis, que se tapó las orejas con las manos intentando mitigar aquel
estruendo abominable que infectaba su cerebro desde dentro, haciendo inútil
cualquier intento de mitigar su efecto. Atemorizado y tumefacto, salió de la
cama tambaleando y trompicándose con las mantas hasta caer sobre el entarimado,
dónde quedó aturdido, y ostensiblemente superado por el angustioso delirio que
le hacheaba insistentemente, sintió cómo una nueva conversación incrementaba
todas aquellas martirizadoras percepciones:
-
Ya
te he dejado sin luz y cuándo quiera te dejaré sin gas. No podrás comer nada
caliente, y el frío hará que las congelaciones que tienes poco a poco se vayan
pudriendo hasta que sientas tanto dolor que preferirías no haber nacido. No
tengo prisa, ya te lo dije, prefiero esperar y jugar contigo durante semanas si
hace falta, antes de entrar y llevarte a vivir tu peor pesadilla.
Estanis observó las desalentadoras congelaciones y notó como la
movilidad de sus dedos era prácticamente nula. Suspiró desesperado al recodar
que el ajado botiquín metálico con la cruz roja y el emblema “Verbandkasten” en
su parte frontal, había quedado atrapado en el inexplicable incendió que asoló
el desvencijado cobertizo y el jardín meteorológico, y al que todavía no
encontraba explicación. Gimió al incorporarse, y se encaminó al desvalijado salón.
Allí, en lo que antes fue un acogedor refugio, logró dar con una botella de
Williams Lawson que permanecía tumbada junto a las astillas y la destrozada
piel del confortable sofá granfort color chocolate que le había servido de
improvisado quitapenas cada vez que lo necesitó, y que ahora desprendía un
fétido olor visceral que no invitaba a apoyarse en su despellejada estructura.
Se acurrucó bajo el radiotransmisor Kenwood y vertió un generoso chorro de
whisky sobre sus glaciales extremidades, esperando que aliviase el constante
martirio que le subyugaba. Bebió el resto que quedaba en la botella, tosió con
aspereza al sentir el amargo líquido en su reseca garganta, salpicando el ahora
ineficaz tronco de abedul que dormitaba a su derecha. Se desesperó al comprobar
la inutilidad del remedio casero, y golpeó con sus doloridas manos el
revestimiento de madera de la pared, consiguiendo que una de las tablas cayera
repentinamente mostrando los tubos de la calefacción de gas en medio de la
penumbra. Con el rostro descompuesto, arrimó las manos al calor que desprendían
los estrechos conductos, acercándose hasta tocarlos sin experimentar calidez en
sus maltrechos apéndices, pero, realmente, ni siquiera sintió las quemaduras
que se acababa de producir: “Éste es el fin.” Balbuceó desconsolado. Se
dejó caer y contempló la inquietante oscuridad de lo que fue el palacio de sus
sueños, y creció en él la impresión de estar examinando lo que sería su última
morada en el circo de las ilusiones, su tumba. Recogió del suelo un cigarrillo
del paquete de Chesterfield blando que siempre tenía sobre la elegante mesa
baja, ahora claveteada sobre la ventana situada justo encima de dónde se
encontraba el austero pero estilado escritorio de madera de roble barnizado en
tono chocolate, y lo encendió con el mechero azul que se encontraba junto a él,
el mismo que le regalaron en alguno de los bares que frecuentaba por el Borne,
lanzando improperios y llorando al girar la polea y notar la hiriente punzada
en el pulgar de su mano derecha, el único dedo sensible que le quedaba. Lanzó
una larga calada mientras temblaba al sentir los escalofríos característicos de
la hipotermia adueñándose de la totalidad de su cuerpo. Sus manos y pies
habían doblado su tamaño y competían en tenebrosidad con la parapetada
vivienda. La insensibilidad de su apéndice nasal le provocaba la desagradable
percepción al expulsar el humo, de verlo salir pero no sentirlo. Tiró el
pitillo dentro de la taponada chimenea y se arrastró hacia la cocina, graznando
abstrusas expresiones acompañadas de una risa perturbadora que moría entre los
blanquecinos espumarajos que se descolgaban de sus amoratados labios. Prendió
el horno y se recostó de él esperando atrapar la mayor cantidad de calor a
través de su espalda: “Es una pesadilla. Es una puta pesadilla.” Repitió
tratando de engañarse. Cabeceó mostrando una mueca macabra y miró al techo
resignado. De nuevo sus oídos comenzaron retumbar:
-
Jugaré
contigo, jugaré de tal forma que nunca sabrás que es real y que no lo es. Si
vienen en tu ayuda acabaré con ellos del mismo modo que contigo si no sales: de
manera violenta y dolorosa. ¿Es que piensas que alguien puede conmigo? Nadie me
sobrevive, todos caen bajo mis efluvios y ya sólo me quedan cinco personas para
terminar mi ciclo. Todavía me quedan tres meses para conseguir las ondas
cerebrales que necesito para abandonar este miserable mundo. Así que si vienen
en tu ayuda, me facilitarás el trabajo y podré descansar tres meses
divirtiéndome con todos aquellos que yo elija, y alimentándome cada vez más
para el día que llevo esperando desde hace más de dos mil años.
Estanis no creía lo que
escuchaba. No concebía que hubiera un ser que pudiera vivir durante un período
tan extenso de tiempo y que nadie hubiese sido capaz de verlo, ni siquiera los ejércitos con
sus avanzados radares y satélites.
-
¿Cómo
haces para que nadie te vea? ¿Cómo consigues eludir los radares y los
satélites? Seguro que alguien te ha visto sin que te dieras cuenta en estos dos
mil años sino, no habría tantas fábulas sobre monstruos que matan a hombres en
soledad.
El abominable ente incorpóreo volvió a reír y la cabaña crepitó ante
la enorme sacudida recibida.
-
¿Fábulas?
Ellos creen que murieron congelados por algún ataque de locura que les hizo quedarse
en la nieve, pero para ahuyentar el miedo a la soledad inventan historias que
calman su ego y les hacen vivir más tranquilos aunque para ellos son cuentos
para darles miedo a los niños y a los forasteros. ¿Has oído hablar del lago
Ness? Soy yo. Soy capaz de enviar mis efluvios por todo el globo y sumergirlos
en un delirio pasajero del que saldrán sin saber lo que han hecho durante ese
período de tiempo, y lamentándose por las locuras cometidas. Pero ese tipo de
influencia no me genera beneficio alguno -la voz pareció
multiplicarse en un susurro indefinible- al menos para mi objetivo. Mi poder es tal que nada me asusta y nada ni
nadie puede destruirme: ¿Todavía crees que te salvarás?, iluso.
Estanis notó como la garganta se le cerraba y la saliva se apelotonaba
en ella impidiéndole respirar. Con los ojos a punto de salirse de sus órbitas,
logró incorporarse. Abrió el desconectado frigorífico Kristall de fabricación
alemana y comenzó a registrar frenéticamente en busca de algo que sirviera para
provocarle el vómito. En el estante central había un paquete de salchichas Frankfurt,
cogió una y la introdujo en su boca hasta que las arcadas rompieron en una
estruendosa fuente que consiguió desatascar la garganta al arrastrar con ella
los residuos que impedían la respiración. Tembloroso y debilitado, se recostó
en el vetusto refrigerador y miró al techo. Sintió la necesidad de poner fin a
la insoportable agonía que estaba padeciendo: su inescrutable rival poseía el
control de la situación y no dejaba pasar la más mínima oportunidad de
demostrárselo continuamente.
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Su tabaco, gracias.