Los cuervos acechan pérfidamente
sobre la copa de los álamos y una camelia permanece altiva junto a la escalera
de entrada al edificio. Su destello carmesí choca con la mediocridad plomiza
que la rodea y la hace más vulnerable, pero ella mantiene su altanería,
desprendiendo su exquisito perfume, aunque yo no puedo apreciarlo debido a la
premeditada inhalación continuada de ácido sulfhídrico que ha atrofiado mi
sentido del olfato, además, mis ojos y mis oídos están cubiertos por una costra
purulenta que limita sus funciones, pero su disfunción sensitiva permite mi
supervivencia: si no fuera por todo ello, hace meses que hubiese acabado
claudicando.
Trastabilló en el primer escalón y
tengo que sujetarme del desgastado pasamano de madera. Cada paso me aterra y
consigue que ponga en alerta mis mermados sentidos. No sé hasta cuando
aguantaré esta siniestra subsistencia. Me aferro a una quimera salvadora aún a
sabiendas de que nada de lo que conocí volverá a ser igual. Quizás éste
presente mutilador sea sólo un pretexto para alcanzar un estado superior de
consciencia, o un mal trago que debo superar para dejar constancia a futuras
generaciones de lo sucedido durante dicho periodo. No lo sé. Todavía no he
sentido la epifanía divina que me indique el camino que debo seguir, y con cada
dolorosa zancada creo estar más lejos de ella.
Me resigno a continuar mientras
inspecciono la enmohecida estancia desvencijada. Intento encontrar algún
artefacto que me sirva de hogar. Una especie de secadora que reposa
en un cuarto junto a un oxidado frigorífico de hierro pienso que me será útil
para dicho cometido. Reviso las dependencias anexas de la vivienda y consigo
dar con mobiliario que servirá de leña.
Aglutino toda la madera que puedo en un rincón y comienzo a recoger la
infinidad de papeles que danzan sin orden ni concierto por el hediondo
habitáculo, para utilizarlos como improvisada yesca. Necesito entrar en calor
para mantener un hálito de esperanza. Deposito una cantidad de astillas y le
prendo fuego a las hojas, las cuales sirvieron de entretenimiento antes de que
comenzase todo este frenesí inarmónico, con mi mechero azul, el único amigo que
ha logrado permanecer junto a mí. Estrujo una cuartilla y la añado a la
incipiente fogata pudiendo leer con mi paupérrima vista un principio que hasta
podría considerarse esperanzador: “Toda causa tiene su efecto; todo
efecto tiene su causa; todo sucede de acuerdo con la ley. Casualidad no es sino
un nombre para la ley no reconocida; hay muchos planos de casación, pero nada
se escapa a la ley. (1)” Aunque más bien resulta
lapidario. Continúo agregando combustible vegetal hasta que por fin consigo
caldear el lugar y dotarle de una calidez tranquilizadora.
El hogareño crepitar me abstrae momentáneamente de la insoportable
tensión y libera mi curiosidad literaria. Leo las hojas antes de arrojarlas a
la hipnotizadora candela y trato de comprender algunas de sus enigmáticas
inscripciones y los textos que aparecen junto a ellas
“Metraton, Melach, Berol,
Not, Venibbel, Mach, et vos omnes conjuro te figura cerca per deum vivum, ut
per virtutem horum caracterum et verborum me invisibilem reddas, ubique te
portavero mecum. Amén.”
Nunca aprendí latín y su
contemplación me resulta tan horripilante que las arrojo al fuego sin intentar
averiguar su significado. A pesar de su hechizante influjo, siento que mi
cuerpo se relaja y obtengo la fortaleza necesaria para indagar en busca de
algún resto de comida. Regreso al cuarto en el cual hallé el herrumbroso
refrigerador y hurgo en sus entrañas. En uno de sus cochambrosos estantes,
entre vegetales y embutidos putrefactos, encuentro una lata de lentejas con
chorizo, un botín extremadamente lujoso para lo que suelo hallar. Agarro una de
las baldas metálicas y me la llevo conmigo hacia la fogata utilizándola como parrilla. Coloco la conserva sobre ella y comienzo a meditar
sentado junto al fuego mientras espero que se cueza el inesperado festín. Las
hojas que infectan la estancia mantienen un vaivén estresante y mi abotargado
discernimiento no consigue retraerse de ellas, y hace que mi cuerpo comience a
oscilar en una coreografía simétrica al compás de su caótico baile. Me
incorporo nerviosamente y retiro el recipiente del calor. Apoyo mi vieja navaja
de rescate mágnum boker sobre la tapadera y doy un golpe seco, produciendo una
grieta por la cual comienza a salir líquido. No es momento de desperdiciar el
contenido y aplico mi boca sobre el corte sorbiendo el apetitoso fluido con
fruición. Mis labios palpitan por la incipiente quemadura, pero el placer que
recibe mi estómago es tan inmenso que sólo es un mal menor que podré
sobrellevar sin mayor preocupación. Continúo abriendo la lata hasta que el
guiso de legumbres queda al descubierto y comienzo a degustarlo con lentitud,
saboreando su contenido y deleitándome con su cordialidad intestinal. Ojala
alguien pudiera compartir este momento conmigo. Medito mientras mis instintos
se atemperan y consigo abstraerme de la avasalladora realidad. Con el cocido a
la mitad, decido apartarlo a un lado y dejar el resto para la cena. La hoguera
parece decaer repentinamente y me incorporo para reunir más combustible
vegetal. Aferro una cantidad generosa de las danzarinas cuartillas y las
introduzco en el improvisado bidón, notando como la llama se aviva exageradamente
y comienza a flirtear con el enrarecido ambiente. Mis mutilados instintos se
alertan repentinamente: su desvirtuado parecer me avisa de alguna situación
anómala proveniente de la habitación contigua. Me dirijo hacia ella tratando de
adivinar si dicha reacción se debe a algún peligro inminente o tan solo a una
suspicaz corazonada. Entro en la dependencia y una gélida calígine me recibe:
el habitáculo está repleto de documentos que flirtean entre ellos sobre unas
cuarteadas pieles que anteriormente pertenecieron a un cómodo sofá. Oteo el
recinto tratando de comprobar si hay alguna amenaza oculta, pero la
tenebrosidad existente carece de ella. Aplacada mi curiosidad, decido coger los
ajados cueros y llevármelos al cálido rincón de la estancia adyacente. Los
repaso y comienzo a trocear las partes aprovechables para utilizarlas como
protección contra la heladora climatología que me asaltará durante los meses
venideros. Este lugar me está ofreciendo ingredientes extraordinarios para
sobrellevar mi maldita supervivencia. Cierro los ojos y trato de dormir, pero
es prácticamente imposible: el simple hecho de soñar puede acarrear más dolor
que el qué se pueda sufrir en vigilia. Alejo los restos peleteros de mi cuerpo,
y comienzo a arrojar hojas al fuego tratando de que su enervante flama me haga
desistir de mis oníricas intenciones. Comienzo a echar uno tras otro los
enormes fajos arrugados hasta que caigo desalentado en el suelo. ¡No puedo más!
Ya no soporto esta vida inhumana. Me entran ganas de llorar, y golpeo con mis
puños sobre la incandescente secadora hasta que las quemaduras en los nudillos
me hacen desistir de la delirante embestida. Cojo los sobrantes del antiguo
sofá y los lanzó al aire, cayendo sobre la impetuosa llama que parece adueñarse
de la enmohecida habitación. Me resigno, y sobre mis rodillas, un petulante
folio decide enfrentarse con mi inservible irritación. No sé por qué, pero en
vez de tirarlo al fuego decido leerlo, y mis ojos lloran ante lo que contemplo:
Diario de Estanis Ibarra.
(1)
Extraído de “El Kybalion”
(2)
Figuras y texto extraídos del “Legemeton Clavícula
Salomonis”, grimorio anónimo del siglo XVII.
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Su tabaco, gracias.