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El ojo muerto: Epílogo


Soy el oficial de seguridad de la empresa Weatherco S.A. Saúl Romero, y voy a describir lo vivido durante la operación de rescate en la isla situada a 74º 9' 11” latitud Norte y 30º 11' 20” longitud Este, al sureste de la isla de Svallbard y al noreste del campamento base de Weatherco localizado en Stakkvik, en el archipiélago de las Lofoten.
Entré en una habitación que asfixiaba sólo al verla. Sus paredes desprendían un olor fétido, agravado por la humedad que proliferaba por toda la estancia. Los muebles parecían no existir, salvo una especie de camastro dentro del dormitorio apenas visible ya que la luz era demasiado tenue. Alumbré el catre donde una sombra se movió rápidamente. Intenté seguirla con la linterna, pero no conseguí dar con ella. Al llevar la luz a la derecha de la estancia principal descubrí lo que debió de ser la chimenea. Me acerqué a ella y en ese momento alguien me agarró y susurró algo en mi oreja derecha. Lo empujé y me cortó con algún objeto afilado, y disparé. El resto del grupo entró presuroso al oír la ráfaga y comenzaron a iluminar el salón: ¡Dios mío! Parecía que habían pasado cien años sobre aquel recinto. Todo estaba pudriéndose y el olor era nauseabundo. Contuve las arcadas tratando de no vomitar.
Estanis yacía en el suelo junto a la chimenea, con todo el cuerpo lleno de congelaciones, un disparo en el pecho, un bolígrafo bic en su mano izquierda y una enorme sonrisa en su rostro. Envié al soldado Morales y al soldado Sánchez a recoger la camilla y la bolsa para trasladar el cadáver al helicóptero. Los demás continuamos inspeccionando la estancia y divisamos un amasijo de papeles escritos repartidos por el entarimado: parecía que los había estado escribiendo a pesar de las terribles congelaciones en las manos y la poca luz que debía existir en la estancia. También encontramos restos de comida desperdigados por diferentes puntos de la vivienda, mucha de ella eran trozos de carne cruda mordisqueados y vomitados.
Seguimos analizando la cabaña: comprobamos que la instalación de gas estaba en perfectas condiciones y que su mal funcionamiento se debía al cierre de la espita externa. El cuarto de aseo y la cocina no sufrían daños evidentes en sus accesorios. Entre ambos, en la pared donde se encontraba el reloj, aparecía la inscripción “No hay salida” escrita con sangre.
El aire comenzó a hacerse insoportable debido a que la cámara de congelación no estaba funcionando y todos los alimentos se encontraban en un avanzado proceso de putrefacción. El cabo Rigalt consiguió conectar el generador de la luz, el cual aparecía gravemente dañado por varios golpes posiblemente propinados por un pesado martillo o por el oxidado hacha que encontramos clavado en el entarimado, lo que nos dio una imagen clara y concisa del estado del recinto: el revestimiento de las paredes se deshacía al tocarlo, las ventanas estaban tapiadas con mesas y sillas, y con el ordenador y la lavadora había taponado la chimenea.
Poco a poco, nuestro olfato se fue adaptando hasta hacerse imperceptible todo aquel hedor. En esos momentos el trabajo se hizo más llevadero y decidí salir al exterior notando una súbita subida de temperatura. Desde el porche pude contemplar las cenizas en que se habían convertido el cobertizo y el jardín meteorológico. No sé que le pudo pasar a Estanis para que hiciera aquel destrozo. Volví al interior de la cabaña y entré en el dormitorio. Sobre una astillada bandeja para servir comida encontré su diario. Decidí coger el utensilio con el escrito y me senté en el sillón balancín del porche. Ojeé y releí por encima las impresiones anotadas por el desdichado empleado. Tras más de una hora de lectura, a pesar de haberme dado la impresión de haber pasado un par de minutos, empecé a notar como el manto nevado que cubría todo el islote comenzaba a deshelarse vertiginosamente. Pensé en una bolsa de aire caliente y le resté importancia. Todo el equipo realizaba su cometido con una actitud risueña y distendida, posiblemente influenciados por el Sol que comenzó a brillar de manera fulgurante y que nos hubiese resultado inaudito cuándo atravesamos la ventisca que rodeaba la isla. Los soldados charlaban y se gastaban bromas realizando su tarea de manera liviana y relajada.
En ese estado de tedio, abrí el diario por una página en la cual Estanis comentaba los devaneos que sufría: “…no se que sucede, esta cosa te hace pensar que todo es perfecto y te acaba dominando hasta encerrarte en un cuarto oscuro, solo, sufriendo y esperando el día de tu muerte.”  Estaba fechado en el día anterior a nuestra llegada con una letra parecida a la de un niño pequeño. No le hallé sentido en aquel instante, así que decidí dejar el diario sobre la bandeja de madera, pero sobre ella vislumbré una inscripción que me subyugó definitivamente: “Leutnant Eldwin Baumgaertner. Renn solange du kannst!” Era el mensaje de un teniente de la Kriegsmarine que residió en la isla durante la 2ª guerra mundial y su significado era contundente: ¡Huye mientras puedas! Me levanté asustado y comencé a percibir que la repentina subida de temperatura tan solo había sido una vulgar ensoñación: la sensación térmica era heladora y la ventisca mantenía su enérgico azote sobre el lugar. No me lo podía creer, no podía ser real que todo cambiase tan instantáneamente. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y casi me descoyunta su arrolladora violencia. Inmediatamente levanté a todos los hombres, que descansaban ajenos a mi percepción en un onírico sesteo y cuyas manos comenzaban a amoratarse sin que lo notasen, y nos dirigimos al helicóptero, ordenándole al piloto noruego que lo pusiera en marcha sin mayor dilación y que nos sacase de aquel lugar sobrecogedor. Los miembros del grupo se quejaron de nuestra pronta marcha sin notar lo que yo percibía: creían que el ilusorio Sol estaba ahí atemperando sus ánimos y se habían despojado de casi todo el equipo de Invierno, el cual dejamos abandonado en aquel maléfico enclave en nuestra huida desesperada.
De repente, justo cuando el aparato había conseguido estabilizarse tras el complicado despegue en medio de la ventosa nevada, un estruendo pavoroso y un enigmático vapor se desprendieron de la plataforma donde se encontraba la cabaña, haciendo tambalear el helicóptero hasta casi conseguir que nos estrellásemos sino llega a ser por la pericia del piloto de primera Bronnfjell. Miré hacia abajo y toda la isla parecía moverse en un frenético bullir que se encaminó hacia el mar y se colocó bajo nuestra posición: parecía como si el agua del mar hirviese con furibunda cólera. Mis hombres se encontraban aterrorizados y yo no era capaz de encontrar una explicación lógica a lo que veía, parecía como si algo quisiese salir desde el interior de aquel inexplicable caldo burbujeante. Me quedé absorto y no reaccioné hasta que, súbitamente, de aquella infernal ebullición, surgió una abominable ilusión multiforme imposible de catalogar: era como si toda la depravación existente en el universo se abalanzase sobre nosotros. Salimos disparados gritando despavoridos y sin saber que demonios estaba ocurriendo. Durante varias millas nos siguió aquel ente inescrutable, lanzándonos nocivos copos escarlatas que se adherían al helicóptero y se introducían en nuestros cuerpos sin posibilidad de quitárnoslos, hasta que logramos perderlo de vista a dos millas de la costa de Nord Flagoy.
No nos volvimos para ver lo que era. Continuamos nuestro repliegue en silencio, abrumados, tratando de eliminar las virulentas manchas escarlatas que comenzaban a desgarrar nuestra piel, hasta que llegamos a Stakkvik.
¿Si era real o no? No lo sé. ¿Qué era? No lo sé. ¿Si lo volveré a ver? Espero que nadie consiga contemplar la malévola depravación que parecía haber surgido antes del tiempo existente. Así lo definió Estanis: esa cosa le volvió loco hasta producirle unas insufribles congelaciones y encerrarle en el interior de una hedionda cabaña que más bien parecía un ataúd putrefacto, soportando un calvario inimaginable.
¿Quién mató al Sr. Ibarra? A Estanis lo maté yo, pero cuando lo hice ya estaba muerto. Ahora, en medio del terrible sufrimiento que estoy padeciendo, todavía recuerdo lo que me susurró antes de abrirle el pecho con el disparo de mi Heckler & Koch, aunque en ese preciso instante no llegué a asimilarlo. En cuanto cerré mis ojos para dormir por primera vez desde que abandoné aquel maldito islote, su famélico rostro tumefacto se aparece en mis pesadillas y me repite esa palabra sin descanso: Mátame.

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