“Hace ya tres meses que
comenzó a nevar y toda la isla está blanca, tan blanca que duele. Parece
mentira que ya lleve más de cuatro meses aquí. Mientras el clima fue benigno,
la tarea diaria la llevaba con facilidad, pero desde la llegada de la noche
ártica sólo salgo de la cabaña para tomar los datos de cada día y recoger algo
de leña del cobertizo. El tiempo pasa tan despacio que en ocasiones parece
quedarse estancado. La monotonía y la rutina no me oprimen, pero todavía no he
sido capaz de escribir un solo guión y comienzo a echar de menos demasiadas
cosas.
Me resultaba vomitivo ver la manera de actuar de aquella señora; con sus pellizcones en la cara y los toquecitos en la cabeza. Ni me inmuté. La miré fijamente y le dije que mi madre estaba muerta y que si podía ver la tele en su casa. Ella creyó que estaba de guasa y tras reír sarcásticamente, y creo que sin saber el por qué, realmente pensé que sentía la necesidad de darme una hostia no consagrada, me cogió del brazo derecho e intentó hacerme pasar, pero me resistí y le volví a decir que mi madre tenía frío, que estaba en el suelo y que fuera a verla. En ese instante se le cambió el gesto y se dirigió a mi casa mientras no dejaba de persignarse y lanzar oraciones a la vez que apretaba el rosario fuertemente contra su pecho, pero su cara evocaba curiosidad, tranquilidad y éxtasis. Para mí resultaba impensable que mientras rezaba por mi madre su rostro reflejase que estaba disfrutando del momento.La Sra. Ortiz entró en mi
casa y se fue al dormitorio de mis padres donde vio a mi madre tumbada en el
suelo. Sin ni siquiera acercarse a ver si estaba viva o muerta y sin inmutarse,
descolgó el teléfono y llamó al Hospital Clinic. Mientras esperábamos la
ambulancia aprovechó para escudriñar el dormitorio y sustraer algunas joyas que
tenía mi madre en la peinadora, algo que mi padre nunca creyó cuando se lo
conté: él siempre pensó que estaba consentido por la Puri. Así llamaba él a
mi madre.
Diario de
Estanis Ibarra”
Dolor. Silencio. ¿Por qué el despertar me resulta siempre tan pesado? Pero esta vez es diferente. Me domina la percepción de haberlo pasado muy bien
y la boca la tengo completamente acartonada, pastosa, con la lengua tan
pegajosa que duele al rozarla con el paladar. Al salir de la habitación
comprendo el motivo de todo: una botella de Williams Lawson está tumbada en el
suelo junto a la chimenea y varias latas
de cerveza también indican lo que hice ayer. ¡Joder!, pero esta sensación es
horrorosa. Siempre pensé que los bebedores de cartones de vino debían ser
dioses para soportar día tras día el horrible tacto a goma de borrar en la boca
y notar como la cabeza aumenta de peso progresivamente hasta que te hace rodar en un mareo ciertamente
indigno.
Seguramente un buen café me rehabilitará, pero no tengo fuerzas para
levantarme del sofá, al menos tengo un cigarrillo a mano que me calme mientras
decido si voy o no voy a la cocina. Son las 7:30 de la mañana y tengo que tomar
los datos. ¡Mierda! También me podían dejar descansar un día, total por un
jornada que no reciban los datos tampoco iba a pasar nada.
Me pondré el forro polar, mis botas para la nieve y el tres cuartos de
plumas nórdico. Creo que hoy también llevaré el pasamontañas y hasta un gorro
encima porque tiene que hacer un frió de tres pares. La tablilla no se me puede
olvidar, esto de hacer siempre lo mismo es bastante fastidioso, pero es mi
trabajo, si no me hubiese quedado en mi zulo de Barcelona acumulando mierda y
viviendo con ella.
El frío es intenso, me cala los huesos, y la ventisca es tan fuerte
que los álamos no dejan de gritar quejándose de su mala suerte. ¡Y qué quieren
que les haga!
Las medidas nocturnas oscilan,
como en el último mes y medio, entre los -15ºc y los -12ºc. Me entran ganas de
ponerme el bañador y hacerme unos largos sobre la nieve. Sería ciertamente
agradable. A ver si poco a poco mejora el clima porque cualquier día de estos
no seré capaz de abrir la puerta de la cabaña.
Regresar, esa palabra acude a mi mente con tanta frecuencia que hasta
llego a pensar en mi trabajo como si de una pesadilla recurrente se tratara, y
me detengo para golpear la pesada lámpara minera que casi me deja a oscuras de
nuevo. Pero la noche ártica no es tan tenebrosa a estas horas de la mañana y me
permite observar mis pasos sobre la nieve: deja que los siga y los reafirme.
¡Maldita lámpara mesozoica! Bien te podías haber quedado en lo más profundo del
centro de la tierra.
Será mejor que envíe los datos a la central. Siempre imagino la cara
del rechoncho Sr. Masfurroll cuando recibe las cifras de las mediciones. Seguro
que piensa que este trabajo es un paseo cuando él ni siquiera sale de las
cuatro blancas paredes en las que vive. ¿Estará casado? Lo dudo mucho y si lo
estuviera, la mujer tendría que tener los tímpanos reventados o, a lo mejor, es
sorda y hasta le parece bonita la voz de su marido.
Me siento caduco. Llevo tanto tiempo sin escribir nada que no sea mi
diario que a veces estoy horas pensando sin llegar a ninguna conclusión y suelo
acabar recordando, recordando y lamentándome de haber hecho algo o no haberlo
hecho cuando pude. Me encorajino intentando solucionar lo insolucionable.
Llevando a mi mente a un caos donde nada está bien. Nada de lo que ha pasado,
pasa y pasará en mi vida. Llego a un nivel de automutilación y autodesprecio
tal, que ningún enemigo alcanzaría jamás tan altas cotas.
Recuerdo mi infancia con bastante asiduidad, y hoy me aprisionaba su
evocación con una fuerza avasalladora. Recuerdo que fui feliz y dichoso hasta
el día que cumplí los cuatro años: Antes de lo que pude imaginar todo se volvió
triste. Un día mi madre no volvió. La persona que era el centro de mi vida y la
única que me comprendía y me hacía parecer mayor de la edad que tenía, se
marchó.
Su muerte fue inexplicable. Un accidente tonto de los que pasan
cientos de veces y no suele ocurrir nada. Pero mi madre tuvo la mala suerte de
caer de la cama mientras dormía la siesta y golpearse la sien con el borde de
la mesita de noche, falleciendo en el acto.
Ni siquiera sé el tiempo que llevaba tendida cuando entré a
despertarla. Era bastante tarde y ella siempre se levantaba a prepararme la
merienda. La vi en el suelo y me abalancé sobre ella como hacía siempre que la
cogía dormida, o ella se lo hacía para gastarme una broma y reírnos un rato.
Empecé a darle besos y hacerle cosquillas, pero no se movía. La llamé
insistentemente, pero seguía quieta y callada. Poco a poco empecé a notar el
frío de su cuerpo y me llegó tan hondo que me quedé petrificado, inmóvil sobre
ella. No lloré, me quedé absorto. Durante una hora no me moví, mirándola
fijamente sin pestañear, notando como el frío de su cuerpo se metía en el mío
dejándome helado desde aquel día. Sin hacer mucho ruido me incorporé y salí del
dormitorio. Crucé el salón, abrí la puerta de la calle y me dirigí a la casa de
la vecina. El pasillo se me hizo eterno, pero me encontraba tranquilo. Llegué a
la puerta de la Sra. Ortiz y llamé al timbre una sola vez. Una mujer de aspecto
cetrino me recibió. Era difícil comparar la piel blanca, tersa, suave y
delicada de mi madre con la cara avinagrada de nariz aguileña y de tez
macilenta donde lo que más destacaba de su aspecto era ese luto perpetuo que
guardaba...y el rosario, siempre rulando entre sus manos de acá para allá
mientras no dejaba de musitar y recitar oraciones para la salvación de no sé
que alma en un claro acto de caridad pseudo cristiana. La mujer me miró como
suelen mirar todas aquellas personas que viven bajo el velo de la hipocresía, y
con esa voz rebuscada que intentaba camuflar su verdadera personalidad me dijo:
-
Que
niño más guapo,¿eres de la vecina no?. A ver que desea esta ricura de niño.
Me resultaba vomitivo ver la manera de actuar de aquella señora; con sus pellizcones en la cara y los toquecitos en la cabeza. Ni me inmuté. La miré fijamente y le dije que mi madre estaba muerta y que si podía ver la tele en su casa. Ella creyó que estaba de guasa y tras reír sarcásticamente, y creo que sin saber el por qué, realmente pensé que sentía la necesidad de darme una hostia no consagrada, me cogió del brazo derecho e intentó hacerme pasar, pero me resistí y le volví a decir que mi madre tenía frío, que estaba en el suelo y que fuera a verla. En ese instante se le cambió el gesto y se dirigió a mi casa mientras no dejaba de persignarse y lanzar oraciones a la vez que apretaba el rosario fuertemente contra su pecho, pero su cara evocaba curiosidad, tranquilidad y éxtasis. Para mí resultaba impensable que mientras rezaba por mi madre su rostro reflejase que estaba disfrutando del momento.
Mi padre, Aurelio Ibarra, era albañil. Una persona bastante áspera sin
facilidad de palabra y de cariño. Era un mujeriego que aprovechaba cualquier
ocasión para irse de chuchas con sus amiguetes y que, incluso, le vi tirando
los trastos a la vecina de tez amarillenta.
Cuando llegó a casa y comprobó que su mujer había fallecido, no habló.
Lo sentía, pero no dio ni el más leve síntoma de flaqueza, menos delante de mí
ya que, según él, debía aprender la dureza de la vida desde temprana edad, sin
pestañear.
Aquella noche fue eterna y el amanecer, gris y con un frío que
atenazaba el cuerpo, parecía querer que continuase. El entierro fue triste y
con poca gente. Mi madre no tenía familia y la que tenía mi padre vivía
demasiado lejos de Barcelona como para asistir al sepelio. Cuándo introdujeron
el ataúd en su tumba, comenzó a caer una fina nieve sobre Collserolla y así continuó
durante todo el día. Para mí comenzó un calvario que todavía no ha parado desde
aquel fatídico 30 de Enero.
Nunca podré olvidar lo ocurrido durante la noche tras dar sepultura a
mi madre. Volvimos a casa y después de varias horas de insufrible silencio,
tomé un vaso de leche y me fui a la cama, dejando a mi padre solo frente al
televisor. Sin decirme nada. Sin querer saber de mí. No habría pasado ni media
hora cuando sonó el timbre y la voz hipócrita de la Sra. Ortiz retumbó en el pasillo. Escuché como mi padre
le decía que estaba acostado y ella bajaba la voz y comenzaba a darle ánimos.
Escuché susurros, y pasos. Cómo se cerraba una puerta, pequeñas risas y
silencio. Salí de la habitación y me acerqué al dormitorio donde se escuchaban
jadeos. Entreabrí la puerta y allí estaba mi padre, el mismo día que enterró a
su mujer, retozando en la cama con la ferviente religiosa.
Un par de meses después, la Sra.Ortiz pasó a ser la señora de Aurelio
Ibarra y yo, tuve una nueva madre, aunque no volvió a ser como antes: a partir
de aquel día estuve internado en colegios religiosos hasta que finalice el COU.
Fui a todo tipo de actos puritanos: mojigatos campamentos de convivencia,
engañosas catequesis, rastrillos farisaicos, e incluso estuve a punto de entrar
en un seminario a los quince años cuando mi nueva madre encontró mi colección
de Penthouse.
Mi adolescencia fue un trauma continuo, siempre rodeado de mi
madrastra y su séquito de beatas. Deseaba con insistencia abandonar aquel lugar
y olvidarles para siempre: a mi recta nueva madre y al borracho de mi padre,
que tras casarse con la viuda de Ortiz y vivir del dinero de ella, dejó de
trabajar y no paró de beber y salir con sus amiguetes, mientras su nueva esposa
no cesaba de rezar por él.
Al finalizar el COU recibí una beca para estudiar periodismo en
Madrid, y decidí irme. Era la primera oportunidad que tenía de huir de aquella
casa de locos y lo hice. Me fui insultado y desheredado por mi madrastra, pero
me fui.
A los tres años de estar en Madrid recibí una carta de mi tío Carmelo
Ibarra. En ella me detallaba la muerte de mi padre casi un año antes. Al
parecer, en una de sus incontables borracheras, cayó por el hueco de la
escalera de la sexta planta donde vivíamos y murió en el acto. Yo no supe nada
puesto que mi madrastra así lo decidió, incluso tardó casi un año en decírselo
a mi tío. Sentí pena y lástima por aquel hombre aparentemente insensible y
todavía recuerdo las últimas palabras que me dijo: “Siempre quise a tu madre, hijo. Nunca me perdonaré por no haberte
cuidado lo suficiente. Vive y se feliz”. Esa fue la última vez que lo vi.
¡Ya está bien de tantos lamentos! Son las 18:10 y es hora de recoger
los datos. El frío me está destrozando y todavía no he abierto la puerta,
quizás esta noche haya bajado más la temperatura. Cada día me fastidia más el
hecho de tenerme que poner el anorak, el forro polar, el pasamontañas y las
botas de trekking. No veo el día que deje de nevar y pueda salir en mangas de
camisa. La gélida temperatura constriñe mis articulaciones. Hasta con los
guantes puestos tiembla la lámpara minera entre mis manos, y encima debo anotar
los datos en la tablilla quitándome el guante de la mano derecha y dejando la
ilusoria linterna sobre el suelo. ¡Maldita lámpara mesozoica! Tiemblo y mis
oídos se alertan. Me parece haber escuchado un ruido proveniente del muelle. Se
asemeja a los quejidos de algún animal desorientado: algún bebé foca extraviado
que ha llegado hasta la playa, tampoco creo que sea algo más importante. Ya
estoy curado de espantos y no me sobresalto con tanta facilidad ante los
sonidos exorcizados al mar de Barents. Volveré a la cabaña y enviaré los datos
al peculiar Sr. Masfurroll que estará de los nervios haciendo temblar todo el
edificio y más de la mitad de la calle
Enrique Granados con su babilónico torrente vocal.
No tengo mucha hambre y la pesada noche ártica a estas horas de la
noche se me ha echado encima y aunque no hace tanto frío como en los días
anteriores, yo lo llevo dentro. Voy a cerrar la puerta no sea que haga ventisca
y se llene toda la casa de nieve. Estoy tan decaído y triste que no soy capaz
ni de comer, ni siquiera tengo ánimos para otear el horizonte desde la ventana
frente a la mesa camilla y comprobar si alguna Aurora boreal decide hacerme una
luminosa visita. Me hastío. Me hago un guiñapo patético recurrente. Me
utilizo...Me voy a acostar. Eso haré. Mañana será otro día.
Extraído de las notas de Estanis Ibarra.
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Su tabaco, gracias.