Eran las 4’30 de la madrugada y no había logrado pegar ojo durante
toda la noche: la machacona humedad mediterránea exprimía sus poros hasta dejar
a su cuerpo irritablemente encharcado. Se sentía completamente aturdido, sin
saber a qué atenerse. Decidió salir de su zulo en la calle Talleres y pasear
bajo la asfixiante calima tratando de desentumecer su contraída musculatura y
airear las derretidas ideas. Sabía que todos los kioscos permanecían abiertos
durante la madrugada y se dirigió al más cercano a la Plaza Cataluña, en la
Rambla de Canaletas. Lanzó un hirsuto buenos días al quiosquero y recogió y
pagó un ejemplar de La Vanguardia. Continuó bajando las Ramblas observando el
torpe transitar de turistas alcoholizados y el bullicio de los pakistaníes
vendiendo cervezas sin hacer caso de la Urbana, que tampoco se inmutaba ante lo
que veía. Siempre pensó que todo podía ser comprado, desde un simple periódico
hasta cualquier tipo de autoridad, y la situación que contemplaba así se lo
hacía entender.
Al llegar a la altura del Liceo se notó cansado y decidió regresar a
su casa. Desde allí, pudo contemplar el bullicio de los últimos noctámbulos
irreverentes que deambulaban bajo la impasible mirada de Colón, lo cual le hizo
sonreír y recordar tiempos mejores. En ese instante, un chico de unos veinte
años se le acercó y le pidió papel. Le dijo con amabilidad que no tenía, aún así, el chaval insistió para que se fuera
con él y sus colegas a pasar el rato, pero Estanis no se sentía con ánimos para
comenzar una postrera parranda improvisada: su cuerpo y su mente se encontraban
demasiado lejos de aquel lugar y no había sido capaz de mantener un diálogo
coherente con nadie desde hacía tanto tiempo que casi olvidó la última vez que
lo hizo. A veces pensaba que si no hablaba lograría ahuyentar todos los males
que le atormentaban: el silencio formaba parte de su vida y la simple intención
de quebrantarlo le suponía una rastrera traición a sus más reaccionarios
instintos.
Prosiguió su camino mientras los equipos de limpieza no cesaban de
recoger las basuras sin dejar de mojar el suelo para ahuyentar toda la
pestilencia acumulada durante la juerga nocturna.
Llegó a su casa sobre las siete de la mañana: era Viernes y su cuerpo
seguía pensando que era Lunes, no era capaz de concebir ningún otro día desde
hacía un par de semanas y eso le agobiaba. Se dirigió a la pequeña cocina
americana donde todo parecía estar sucio y desordenado. Limpió un vaso con
motivos florales y calentó algo de café. Cuando la cafetera comenzó a exhalar
los cálidos vapores, la apartó del fuego y llenó el vaso hasta la mitad. Se
sentó sobre la temblorosa silla de enea frente a su desordenado escritorio con
las páginas de ofertas de empleo de La Vanguardia sobre él. Necesitaba
encontrar algún lugar donde el tiempo formara parte del silencio y el silencio
parte del tiempo, a un lugar donde no le encontrase su penosa vida, a un Xanadú
imaginario, sin pasado, alejado del presente, solo, completamente solo. Tenía
que encontrarlo y se dispuso a ello. Acomodó su cuerpo tratando de hallar la
postura idónea mientras ojeaba la prensa sin resolución. Las páginas iban
pasando una tras otra y el cansancio acumulado le emborronó la vista, hasta
hacerle caer en un soporífero mecido. El chasquido de una de las patas de la
silla al atrancarse en la grieta existente entre dos desgastadas losetas, hizo
que se espantase, estirando los brazos al tratar de mantener el equilibrio y
derramando los restos del café sobre las páginas sepias de las ofertas
laborales. Carraspeó y sonrió confundido al observar el desaguisado producido
por la inesperada cabezada. Mientras trataba de paliar los efectos del
estropicio cafetal, logró distinguir a través del aflorado cristal un anuncio
que le llamó la atención poderosamente: se buscaba una persona solitaria para
realizar mediciones durante tres años en una isla en el archipiélago de las
Lofoten, en el norte de Noruega. Era un lugar completamente alejado de la
civilización. Buscaban una persona con suficientes estudios y capacidad para
permanecer en una isla desierta. Sólo para él y sus pensamientos: “¡Ideal!” Exclamó.
Su soledad sólo se interrumpiría cada seis meses para abastecer la despensa.
Eso era lo que se podía leer en la extensa notificación que ocupaba media
página.
Resaltó el número de teléfono que aparecía en el anuncio con un
rotulador amarillo fluorescente y decidió llamar para concertar una entrevista:
desde el preciso instante que descolgaron el auricular todo fueron
facilidades. Le citaron para aquella
misma mañana. Tan sólo disponía de tres cuartos de hora para acudir a la
reunión en la calle Enrique Granados, 105,
pero la oficina se encontraba a menos de treinta minutos desde su
domicilio, así que no anduvo perdiendo el tiempo y se aseó rápidamente. Se
colocó el único traje de chaqueta que tenía: era azul oscuro, se lo compró para
la boda de su amigo diplomático James Withmore Puyol, hijo de inglés y madre del
Ampurdán, al que conoció casualmente cuando se coló con un atolondrado
compañero de correrías, del que nunca más volvió a saber, en una fiesta privada
que celebraban en un ático. El petimetre híbrido se acercó y
comenzó a hablarle en portugués: “Está convidando você?” Estanis encogió
los hombros y el refinado políglota continuó: “U mijn taal spreken?” No sabía que hacer, pero antes de que le
volviese a lanzar alguna prebenda en otro idioma desconocido le contestó: “Jsem
v posraný hovno.” Aquella frase en checo se la había enseñado un breve
ligue el verano anterior, aunque el astuto emisario resultó que también hablaba
ese idioma y le respondió: “Já se na to vyseru...Se ha terminado el whisky
de malta.” Y le invitó a tomar un: “Digamos que podremos sobrevivir con
Moskovskaya, lima recién cortada y hielo pilé, ¿no le parece amigo pilsen?” Estanis
comprendió que había dado con un sibarita que le había quitado la máscara antes
incluso de que entrase por la puerta del atestado ático, y no tuvo más remedio
que rendirse ante la evidencia de ser humillado y expulsado de aquella fiesta
naif, pero le cayó en gracia al estirado James que resultó ser un borrachín
parlanchín que apreció algo en él que le sustrajo de todos los demás invitados:
“Amigo mío, las personas con clase se huelen a kilómetros de distancia, y
usted posee un espíritu heráldico en lo más profundo de su cervecero aliento,
además de intuir uno de mis nueve idiomas preferidos.” Y desde aquel
momento se convirtieron en camaradas elitistas de áridas gargantas y verborrea
políglota... (continuará)
(*) Está convidando você? = ¿Estás invitado?
U mijn taal spreken? = ¿Hablas mi idioma?
Jsem v posraný hovno = Estoy en la puta mierda.
Já se na to vyseru = Me cago en la puta.
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Su tabaco, gracias.