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El ojo muerto: Ataúd (5)


-          Es más sencillo sugestionar a alguien que vive rodeado de nieve y hacerle creer que vive en un paraíso. Desde Alaska a Kamchatka, desde el Ártico al Antártico, nada queda fuera de mi alcance. Tú has tenido la mala suerte de poseer unas ondas cerebrales especiales que me parecieron tan interesantes que urdí un plan específico para que deambulases por la vida hasta que cayeses definitivamente en mi red, y caíste -a Estanis se le erizaron todos los pelos del cuerpo- Pero deberías alegrarte por tu final: si no hubieras reaccionado con tanta suspicacia ya habrías fallecido, y no tendrías que sufrir el calvario que estás soportando. Aún tienes tiempo de anestesiar el tormento que soportas, sólo tienes que dejarte llevar.

-          ¿Suerte? -dijo Estanis indignado- ¡Quiero vivir hijo de puta!

-    Y vivirás perpetuamente junto a mí si te sometes. -contestó convincentemente el abominable ente incorpóreo- Soy tu verdugo y tu salvador. Tu destino ya está escrito, como el del resto de los seres mortales, aunque el de ellos carecerá de esperanza eterna: Ya he desatado la cólera que arrasará el planeta de norte a sur. Como mucho en un mes, más de una cuarta parte de la población mundial perecerá con mayor sufrimiento del que tú estás soportando debido a los efectos de la nueva pandemia que he creado para facilitar la llegada de mis secuaces. Nadie encontrará la cura para mi maligna creación, y los que queden sucumbirán ante el sadismo de mis correligionarios. Ya te lo dije, es un sí o sí.

Estanis se compadecía de la suerte que iba a correr, pero aún así, seguía agarrándose a un único y esperanzador pensamiento: cómo conseguir morir sin que aquel ser se quedase con su alma. No encontraba las fuerzas necesarias para suicidarse: la simple idea de clavarse un cuchillo en el pecho le aterraba.

-          No puedes escapar. Si intentas suicidarte entraré a por ti y sufrirás lo que vosotros llamáis  infierno. -Estanis carcajeó al escuchar aquella aseveración lo cual encolerizó a su sibilino verdugo- Vuestro Dios os abandonó al confinarme en éste planeta: ¡sacrificó a su hijo para hacerlo! Yo soy quién se queda con vuestras almas y hago que vivan en la eternidad, divirtiéndome con ellas, haciendo que vivan sus vidas para mí una y otra vez. Soy el Dios que alabáis y el Demonio que teméis. No reces por tu alma, es mía, me pertenece. Pero si mueres sin doblegarte, te aseguro que si eso llega a pasar, serás mi juguete favorito y pasarás toda la eternidad viviendo este calvario. Sal de una vez, no tienes otra salida.

Estanis se miró las tumefactas manos y recordó el color de los labios de su madre el día que murió: una imagen que se le quedó grabada a fuego en su mente y que hizo que la frialdad que le acompañó desde aquel día volviese a surgir pícaramente incrementando su malestar.

-          El niño añora a su mami, que ricura. Está aquí conmigo tiene muchas ganas de saludarte. Sal fuera y la verás.

    -                ¡Déjame en paz! ¡Cállate!

-       ¿Acaso no me crees? Dice que tiene que prepararte la merienda, que te lo debe. ¿Quieres hablar con ella?

    -             ¡No hables más! ¡Todo es mentira!

-          Tanito hijo: ¿Cómo estás? Dime algo cariñín -era la voz de una mujer joven que  sonaba con extrema dulzura a través de la puerta- Mi príncipe valiente. ¿No me contestas?

Sonaba tan real, que le hizo volver a cuando tenía cuatro años y su madre le llamaba desde su dormitorio con su armoniosa voz rebosante de ternura, y luego le salía al paso en mitad del pasillo, sorprendiéndole, y abrazándole y colmándole de besos y caricias. Sonaba tan real, que su lisonjero runrún atemperaba sus oídos, aliviándole el vesánico sufrimiento que traqueteaba perseverante por su deteriorado organismo y convirtiéndolo en un surrealista diván al jardín de las delicias.

-          Venga Tanito, sal a verme, no sabes las ganas que tengo de hacerte cosquillas y reír contigo.

Estanis sucumbió irremisiblemente a la abyecta felonía planteada por la deleznable criatura intangible.

    -            Voy mamá, ya voy.

Se incorporó, notando la repentina carencia de inestabilidad en sus gangrenosos pies y la quimérica volubilidad de su desazonado cuerpo. Avanzó levitando fantasmagóricamente hacia la puerta que le separaba de su terapéutica ensoñación. Giró la llave sin dejar de escuchar la aterciopelada e hipnótica voz que subyugaba su discernimiento, haciéndole llorar como un bebé que se acaba de despertar de una inexplicable pesadilla y demanda los mesurados arrumacos de su madre. Abrió la puerta y contempló a su madre con las mismas ropas que llevaba el día que murió: su sonrisa se hacía indefinible, su anacarada piel se ruborizaba en las mejillas, sus ojos centelleaban lacrimosos y su sedosa cabellera ensortijada color chocolate se desplegaba majestuosa al compás de la etérea brisa imaginaria. Estaba de pié al borde de las escaleras, alargando los brazos, pidiéndole que saliera y se fundiera con ella en un abrazo mortal. Estanis dio un paso al frente y notó como si miles de alfileres se incrustasen violentamente en la planta de su pie izquierdo. La mesozoica lámpara de Ruhmkorff reposaba blanquecina y abollada junto a sus ennegrecidos muñones, alumbrando con su cicatero foco los estilizados carámbanos que invadían el techado del porche. Cerró los ojos deseando no tener que abrirlos nuevamente. La gélida ventisca repiqueteó contra su cabeza ahuyentando el anestesiado ronroneo que le condujo hasta aquella posición. Tragó saliva y su garganta se contrajo dolorosamente. Miró al frente y vio un gigantesco ojo escarlata hermético que flotaba majestuoso dominando el níveo vendaval. Estanis lanzó un quejido delator y el titánico ocelo abrió su descomunal párpado mostrando el insondable infinito opaco carente de misericordia. El abominable ente incorpóreo lanzó un bramido atroz que pareció surgir de la malévola depravación nacida antes del tiempo, pudiéndose  escuchar su ira a kilómetros a la redonda. La sangre comenzó a brotar por todas las cavidades del martirizado organismo de Estanis, produciéndole un lastimero suplicio adicional que acrecentó el penoso martirio que le atormentaba. A duras penas conseguía mantenerse en pié y en un esfuerzo colosal, logró introducir su ajado cuerpo en el interior de su atrincherado e ineficaz fortín, observando al cerrar la puerta como del inescrutable ojo parecía desprenderse la inmaterialidad depravada que dormita en la calígine de las más maléficas pesadillas. Echó la llave justo cuando toda la cabaña se meneó, emitiendo un crujido estrepitoso, y quedando totalmente descuadrada. El repugnante ente elíptico golpeó con saña la estructura y lanzó infernales bramidos coléricos sin descanso a una presa que ya no podía escucharlos, pero que los sentía en su mente, y le hacían revolcarse por el suelo en una delirante locura absoluta, con el ensangrentado rostro completamente desencajado y rogando que todo terminase.



-          Sal fuera y juega con tu madre y todo terminará. Si no lo haces, sufrirás más de lo que puedas llegar a imaginar, y créeme, todavía puedes penar muchísimo más de lo que imaginas.



La voz retumbó dentro del cráneo de Estanis haciendo que la presión sanguínea de su cerebro estuviese a punto de hacerle estallar la cabeza: sus oídos eran incapaces de oír nada, pero sin embargo escuchaba el martilleo insufrible que emitía el tenebroso ocelo escarlata.



    -          ¡Esa no es mi madre! ¡Mi madre está muerta!  ¡Jódete!

Las carcajadas retumbaron por toda la isla haciendo que los álamos temblones gimiesen de pánico.
Entre tanto barullo, la radio comenzó a emitir pequeños ruidos hasta que una voz clara y nítida le dio tiempo a decir.

“Estanis, aquí el teniente Romero desde la base de Stakkvik. Hemos recibido su mensaje. En unos días acudiremos en su ayuda en cuanto acabe el……….”

La comunicación se cortó repentinamente debido a una funesta sacudida que hizo caer el radiotransmisor al suelo y  romperse en mil pedazos. Había una tímida esperanza de huida, pero tenía que aguantar unos días dentro del putrefacto ataúd, sufriendo una tortura sin descripción posible en un insoportable ambiente glacial.

    -      ¿Piensas que te van a salvar? -bramó entre risas el maléfico verdugo- Jugaré contigo y esperaré que ellos vengan a por ti. Tu salida será mi triunfo, nunca saldrás de esta isla y tu alma será mía.

Estanis deambuló por el destartalado bohío, mordisqueando los alimentos que hallaba en la cocina o la despensa, y escribiendo en su diario con frenesí en medio de la más caótica oscuridad. No era capaz de tragar y al poco de comer vomitaba, lanzando incomprensibles frases insultantes mientras oía a su verdugo zarandear la cabaña sin descanso a la vez que utilizaba todas las voces de las personas que habían formado parte de su vida para hacerlo  claudicar, retumbando la esquizofrénica letanía dentro de su cabeza una y otra vez sin descanso

    -           ¡Déjame en paz! ¡Te ganaré!

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