El despertador sonó a las cinco de la mañana como cada día. Raúl surgió de entre las sabanas con una cara de espanto y asco que rayaba lo sublime. Odiaba levantarse tan temprano, pero no le quedaba más remedio. Aún con los ojos cerrados por una legión de legañas, se dirigió al baño y mecánicamente, realizó su aseo personal de cada mañana. Se metió en la ducha y bajo el chorro continuo, sus músculos comenzaron a reaccionar, estirándose mientras en su cabeza retumbaba una cancioncilla terca y repetitiva: "A veces la miro y lloro y lloro..., ¡manda huevos!", se dijo tratando de exorcizarla. Tras finalizar la remojada matutina, secaba el espejo, lanzaba una mirada curiosa y comenzaba a poner caras graciosas de manera continua e impulsiva. Cogió la espuma de afeitar y una maquinilla desechable del cajón que le correspondía en el reparto familiar de los enseres del cuarto de aseo, y comenzó una de las tareas más estúpidas que la humanidad haya podido inventar, un trabajo constan...