Ya con el
equipaje en la mano, me dirigí al primer mostrador de la compañía Brussels
Airlines para preguntarles que debía hacer para alojarme en el hotel. Resultó ser
que dicho quiosco era para reclamar daños o pérdida del equipaje y me dijeron:
“Salida. Escalera izquierda encima allí está.” Para mí parecía un jeroglífico
así que seguí la indicación de salida y salí por las llegadas: aquello era un
caos de taxistas con los nombres de los pasajeros que debían llevar y de las
compañías para las que trabajaban. Comprobé que no había nada a la
izquierda y me dirigí a la derecha donde un señor de Brussels Airlines que no
se defendía en inglés me dijo que: “Upstairs”. Conseguí ver las escaleras
mecánicas y subí a la terminal de salidas. Mientras intentaba dar con el
mostrador de la compañía que me arreglara lo de mi estancia en Bruselas observé
que se anunciaba un vuelo para Praga a las 21:00. Eran las 20:20 y creía que no
me daría tiempo. Llegué a la ventanilla de la compañía y le comenté la
situación a un chico de origen asiático que regentaba el tinglado: me dijo que
corriera al check-in mientras él cambiaba mi billete de las 6:45 por uno para
el vuelo que despegaba: “You’re a lucky man, it’s the last one”. ¡Afortunado!,
si yo le hubiera contado el día que llevaba hubiese cambiado de opinión. Mientras
facturaba el equipaje con una señorita muy simpática que me preguntó si iba por
placer o negocios y sonreía cada vez que yo le decía lo de It’s the shame, fuese
la pregunta que fuese: “¿Placer o negocios?; ¿Quiere una identificación para el
equipaje de mano?, ¿Te gustan mis ojos o mis tetas?...”, el chico de origen
asiático llegó con el billete e insistía en que la puerta de embarque era la A 40, que me diera prisa y que
tuviera buen viaje. Yo les agradecía su amabilidad y ellos la aceptaron y me
agradecieron que viajara con su compañía. Corrí por los pasillos del aeropuerto
de Bruselas con un dolor de rodillas altamente molesto y con la espalda
ligeramente encorvada debido a la contractura en las dorsales que no me dejaba
respirar bien. ¡Y eso que llevaba una semana sin fumar! Llegué a la puerta de
embarque y reconocí a una chica que viajaba en el vuelo de Sevilla a Bruselas.
La chica en cuestión tecleaba en su portátil y le pregunté si esa era la puerta
para Praga. Ella me dijo que sí y que estaba deseando llegar a su casa.
Tan solo quedaban
15 minutos para que abrieran las puertas. Me relajé, y decidí acercarme a un
Duty Free: compré una tableta de chocolate negro suizo de tamaño industrial y
una botella-petaca de Jameson por si fuese necesario pasar la noche en el
aeropuerto de Ruzyne y hubiese que
acojonar al frío. En aquel momento se me apetecía fumar un cigarrillo y quise
comprar un cartón de Lucky Strike, pero decidí no hacerlo en el último momento.
Todavía aturdido
salí de la tienda y anduve hasta la puerta de embarque y cuando llegué allí… ¡Nadie!
Se me cambió el color de la cara y juro que hasta se me soltó la barriga. Miré
en todas direcciones, pero ningún cartel anunciaba hacia donde se habían
dirigido. Giré y comprobé que el guardarropa estaba atestado de personal de la
compañía: “The flight to Prague?” Me miraron con cara de como si no entendieran
lo que decía y un italiano dijo: “Spangolo, la A 50”. ¿Cómo sabía que era español? Habían
cambiado la puerta de embarque y yo en el Duty Free decidiendo si compraba
tabaco o si el chocolate suizo era mejor que el chocolate belga. Una nueva
caminata por la terminal de Bruselas y llegué a la puerta de embarque justo cuando
abrían las puertas. Eran las 21:00 cuando logré sentarme en el último asiento
del vuelo a Praga. Mis oídos seguían estando en huelga y al mirar por la
ventanilla sólo veía nieve y más nieve cayendo desde arriba y desde abajo.
¿Desde abajo?, al principio me sorprendí, pero al rato apareció un empleado del
aeropuerto con una manguera y con más frío que un perrillo chico removiendo la
nieve que se encontraba alojada en las ruedas del aeroplano. Las azafatas
comenzaron a hacer el baile ritual cuando nos íbamos acercando a la pista para
el despegue. El avión se detuvo. Se detuvo. Estuvo detenido largo rato. Mis
oídos se negaban a escuchar. Mis ojos se caían y una chica que entró muy
risueña comenzó a llorar amargamente. Llevábamos más de una hora detenidos cuando
los empleados del aeropuerto comenzaron a remojar el avión para quitarle toda
la nieve acumulada en las alas y el techo. El despegue era inminente, pero como
la chavala no dejaba de llorar algunos pasajeros de los que estábamos en la
cola del aparato se empezaron a preocupar. Uno de ellos llamó a la azafata y le
preguntó, visiblemente alterado, si lo del agua era normal. La chica le explicó
que se hacía para que cuando despegara no hubiera problemas en los rotores al
desplazarse la nieve hacia ellos. La preocupación que yo tenía era que si
estábamos a menos de cero grados el agua se congelaría produciendo capas de
hielo que podrían bloquear los rotores de movimiento de las alas, pero si los
expertos decían que eso era lo que había que hacer lo mejor era callarse y
hacer como que no había escuchado nada.
A las 22:30 un
avión de Qatar Airlines salió como un tiro a la vez que las azafatas repartían
un refrigerio entre los pasajeros. Cómo yo era el último clasificado tuve que
contentarme con un vaso de agua puesto que las cervezas cayeron en manos de
checos sedientos y un poquito nerviosos. A las 22:35 el avión cogió velocidad y
salió escopetado en dirección a Praga. En mis manos el International Herald
Tribune se removía en su voluminosa grandeza editorial, y apareció frente a mí
la noticia de que tras Grecia e Irlanda, la siguiente sería Portugal, y España
también caería en el pozo, pero que tuviera cuidado Bélgica puesto que sus
números no eran demasiado boyantes, a pesar del precio del chocolate y la cerveza,
¿a lo mejor sería por los billetes de avión? No me lo pensé mucho más, y al
girar la página di con una viñeta en la que un marido va a la floristería y le
pide un ramo al dependiente de los de: “Lo siento mucho. He sido un capullo”.
El dependiente le da un ramo y el marido dice: “No creo que sea suficiente”.
Ahí entendí lo de la crisis mundial en toda su magnitud.
El vuelo
transcurrió sin novedades mientras la chica checa no dejaba de llorar. Llegamos
a Praga en un aterrizaje perfecto del piloto y por fin respiré. La odisea
parecía llegar a su fin justo cuando pasábamos al día 3 de diciembre. Me
abrigué tanto como pude puesto que en el exterior marcaba -20º y me dirigí a la
salida del avión. El piloto salió de la cabina y todo el mundo le felicitó por
haber hecho un vuelo tan plácido en las condiciones ambientales en la que nos
encontrábamos. Yo no quise ser menos, pero le comenté si era que tenía una cita
esa noche en Praga, puesto que el 90 % de los vuelos se habían suspendido, y en
vez de: “Oh os he traído porque el clima permitía volar”, fue un: “Por mis
pelotas que hoy follo en Praga”. El piloto sonrió y dijo: “Tenía cosas que
hacer y aquí estamos”. Lo cual confirmó mi segunda hipótesis.
Entré en la
terminal de Ruzyne y, aunque aturdido
por la sordera, no tuve ningún problema en hallar la salida como me ocurrió en
Bruselas. El aeropuerto de Praga a esas horas carecía de tantos zumbidos, tiendas
y pasajeros de un lado a otro, lo cual
facilitaba el tránsito. Salí de la terminal esperando no encontrar el taxi que
tenía reservado tras cuatro horas de retraso pero, ¡ahí estaba! Un taxista con
mi nombre puesto en un cartel. Me acerqué y le dije que yo era el que estaba
apuntado en el cartel. Él preguntó dónde estaban los otros dos. ¿Dos más? Le
expliqué que ese era mi nombre completo que en España tenemos dos apellidos,
pero a él pareció darle igual lo que yo le explicara puesto que no sabía
inglés. ¡Vaya tela! Salí al aparcamiento donde la nieve formaba un manto blanco
en la acera de más de medio metro de espesor. Intenté no caerme al suelo y lo
conseguí a duras penas. El taxista puso música zumbadora y me preguntó, sería
lo único que sabía en inglés, si viajaba por negocios o por placer. Le dije que
ambas cosas, pero pareció no entenderlo puesto que me dijo que no conocía esa
palabra. ¡Entonces para que preguntas! Tras veinte minutos en el taxi, llegamos
a Cimburkova. Justo antes del hotel se encontraba una comisaría de policía a la
cual miró el taxista nerviosamente antes de detener el auto frente al hotel.
Bajé del taxi y el taxista bajó antes que yo y cogió la maleta roja. Cuando la
fui a coger me dijo que tenía que pagarle: “Fortifaiv”. Yo había reservado el
taxi por Internet y debía de pagar 32 euros cuando me dejasen en el aeropuerto
el último día así que le dije que de qué iba. El insistió en 45 y para
refrendar su oferta metió la maleta en el taxi y echó los seguros. Por más que
yo intentase explicarle lo que debía pagar a él se la sudaba puesto que no me
entendía, ¡pero bien que se sabía los números en inglés el muy hijo de puta!
Tras cinco minutos el amenazó con llamar a la policía. Le dije que la llamase:
“Ok, do it”. Como vio que no me puse nervioso comenzó a rebajar: “Tirtifaiv”.
Le dije que ni en broma: “Tuentifaiv”. Le dije que iba a llamar a la policía:
“I call the polizei, eh!”. El dijo: “Sistin”. Yo estaba cansado, algo aturdido
por mis oídos taponados y tenía demasiado frío para seguir discutiendo a -20º
con un taxista que tenía toda la pinta de ser un trápala, así que busqué en mi
cartera y sólo pude encontrar 12 euros y un billete de 50 que, lógicamente, no
se lo iba a dar. Le dije que fuéramos a la recepción del hotel y allí arreglaríamos
el negocio. Entramos en la recepción y el taxista se puso a contarle la
película a la recepcionista pensando que le daría la razón, pero la chica me
preguntó a mí y parecía que le echaba la bronca al taxista. Me cambió el
billete de 50 y le pagué los 16 euros al gualtrapa, más que nada por recuperar
mi equipaje. El taxista me dio las buenas noches y yo le respondí con una
sonrisa amable en mi rostro: “Cómeme el nabo hijo de puta”, y el sonrió.
Volví a
recepción y la chica que hacía el turno de madrugada en el hotel con recepción
las 24 horas, me pidió la documentación para rellenar la ficha. Me dio los vales
para el buffet libre del desayuno, el mapa de la ciudad y las llaves de la
habitación 27. Me deseó buenas noches y yo asentí en mi sordera. Subí las
escaleras cargando con la maleta roja que parecía un muerto en sus 13 kilos de
peso. Las rodillas me dolían y la espalda se inclinaba como si estuviera
haciendo una reverencia. Llegué al pasillo exterior de la segunda planta del
coqueto y modesto hotel y busqué mi habitación. “21, 22, 23, 24, 25, 26….” ¡Dónde coño está la 27! Otra vez me encontraba desorientado y sin saber que
hacer. Fui al principio del pasillo y comprobé los números. Me giré y observé
que había más habitaciones en otra ala de la planta. Abrí una puerta que daba
acceso a otro pasillo más pequeño dónde se encontraban las habitaciones 27 y 28.
Introduje la llave en la cerradura y empujé la puerta de la habitación y sentí
la atmósfera cálida y placentera de la que iba a ser mi residencia durante los
siguientes siete días. Cerré la puerta y pensé: “Mejor me acuesto”, pero antes
de hacerlo contraje mis cavilaciones para que no tomasen una visión
distorsionada de la ciudad que llevaba persiguiendo mis sueños desde la
infancia. El paseo en taxi me dejó con imágenes de una urbe bulliciosa,
luminosa y jovial, que no dormía a las
horas de otras ciudades del centro de Europa, y que noqueaba los sentimientos
con un olor ancestral y una arquitectura hipnótica que el temporal de nieve no
hizo más que amplificar. Y ese fue el pensamiento que me acunó y me arropó,
ronroneando cariñosamente como una novia cuando se le calientan los pies.
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Su tabaco, gracias.