Anduve despistado por calles y
avenidas desiertas mascullando preguntas
erróneas.
Sentía el
frío en mis huesos recogiendo detritus en parques solitarios.
Destripaba argumentos adulterados de películas invisibles.
Quería
encontrar el todo en medio de la nada y seguir caminando por senderos olvidados.
Necesitaba la cantinela de los árboles caducos y el
suave mecer del viento en mi rostro.
Pateé los sonidos que se fueron para que volvieran a marcharse.
Ignoré los envilecidos olores que fustigaban mi paso nervioso..
Regurgité los desaciertos que tomé sin necesitarlos y se los
dí de comer a mi alma salvaje.
Arqueé los hombros e inspiré los humos que conseguirían derretir mis emociones artificiales.
Agaché la cabeza y encendí el último instante de lucidez.
Logré sentarme y oteé el cielo
sin estrellas que lo iluminase.
Recordé como corría por un huerto huyendo del tiempo y mis desdichas al infinito le conté.
Inspiré el hilo postrero de
la cordura y me sumergí en el abismo de la ignorancia.
Me encaminé a la calle que se abría paso hasta mis sueños perdidos.
Levanté mi cuerpo cansino y trituré las ansias de abundancia.
Me detuve
frente a una fuente que desprendía un olor nauseabundo y sentí el goteo del
destino.
Continué por el camino ahora abierto, y salí de aquella sima de madrigueras infectadas.
Una ciudad se hacía eterna, un pueblo pisoteaba mi
alma.
Frente a mí, kilómetros de penurias me aguardaban:
años de sufrimiento añadidos que un
caminante debía cruzar hasta conseguir ventaja.
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Su tabaco, gracias.