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Odisea tipo pilsen: Mejor no me levanto (2)




Mientras meditaba sobre toda aquella concatenación de hechos maquiavélicos que a cualquiera sumiría en el más profundo de los autismos esperando que se cayese al suelo la primera caja de palillos mondadientes para decir: “145, la caja trae 300”, decidí sentarme y dejar que el tiempo pasase sin tocar nada y sin decir nada. Era lo mejor, tal y como estaban las cosas podría ocurrir que me acabara saltando un ojo al intentar ojear una revista o romper con mi enorme cabeza cualquiera de las cristaleras del aeropuerto con la consiguiente llegada de las autoridades deteniéndome por atentado terrorista. Me mantuve al margen de todo y contemplaba como los pasajeros del vuelo a Bruselas comenzaban a relajarse, a reír viendo que estaba pronta la salida. Preferí inducirme un coma social instando a mi cerebro a que permaneciese atrapado en su guarida: “Como intentes algo te corto las pelotas”. Y funcionó hasta que le dio por pensar que si todo había ido tan mal a lo largo del día podría suceder que el avión no llegase a su destino. El hecho de aparecer esa idea fugazmente me propinó un golpe de nerviosismo que recorrió mi cuerpo de norte a sur. Comencé a mirar a un lado y a otro con más ganas de salir por piernas que de subirme al avión. Además, lo único que conseguí escribir en la libreta de notas no hacía presagiar nada bueno:
“Paso largo sobre escarcha humeante
Se deslizan susurros quebradizos
El café se enfría
Despistadas carreras sin sentido
Ahuyentando quejidos enfermizos

En ocho sermones se camufla
La ocre salida esperada
Bajo negro nudo acolchado
Vistas cansadas de ver se evaden
En una lluvia de maletas acolchadas

Junto a turbias ventanas se exhibe
Un cilindro de cólera domada
Rancio sabor emite
Su oculto deseo perpetuo
Cargado de negro dolor en su espalda”

Tuve que cerrarla y mi pecho empezó a latir de manera desproporcionada. La respiración comenzó a hacerse más y más entrecortada y un sudor recorría todo mi cuerpo. Frente a mí se encontraba un matrimonio belga y la que parecía ser la hermana de la mujer que no dejaba de mirarme poniendo ojitos. La mujer tendría que estar cercana a los 50 años de edad y parecía que estaba pasando un poquito de hambre. Yo intentaba domar lo que parecía un ataque de ansiedad inminente que, seguramente, estallaría con un: “¡Vamos a morir todos!”, y la belga no dejaba de mirarme y pasarse la lengua por los labios. ¡Para eso estoy yo ahora! Intentando no perder los nervios logré ponerme un chicle en la boca justo cuando llegaron a la puerta de embarque un grupo de chavalitos y chavalitas entrados en la treintena que parecía que iban de viaje fin de curso de universitarios de primer año. Además, llegaron y se fueron directamente al mostrador de embarque y a eso que llega el azafato de Iberia y la gente puede embarcar. ¡Vaya suerte!
Entré en el avión e intenté ponerme en mi asiento de la fila 17 que daba a la  ventanilla de manera que mis rodillas no se dieran con el asiento de delante, pero eso fue una tarea digna de un contorsionista. Cuando conseguí colocarlas de manera que dolieran lo mínimo posible, se sentó junto a mí una señora mayor que daba la impresión de haber viajado mucho por su desparpajo y su aire de importancia: iba vestida elegantemente y yo iba como un grunge de los 90. A las 17:20 el avión comenzó a prepararse. Ahí comprobé que la señora tenía más apariencias que viajes en lo alto, puesto que cuando los motores comenzaron a rugir se persignó alrededor de cinco o seis veces y al ir a coger el brazo del asiento, agarró parte de mi antebrazo y ni siquiera se percató de ello. Yo sé que estoy una mijita fuerte, pero la textura del brazo del asiento y la de mi antebrazo no se parecen en nada. Lo comprobé. Cuando el aparato salió disparado se me escapó un: “¡Fuego Ramiro!”, y la señora soltó mi brazo para seguir haciendo señales de la cruz en su cara. Pensé que se iba a hacer un agujero en la frente de tantas veces que se la tocó. Con lo ojos cerrados, la mano moviéndose a gran velocidad y de su boca saliendo unos orgásmicos ¡Ay dios mío!, el avión consiguió enderezarse y la señora se relajó y empezó a roncar. ¡Joder, que facilidad!
A medida que la señora mascullaba en sus sueños y mis rodillas chirriaban ante la presión del asiento delantero, no dejaba de pensar en lo más conveniente cuando llegase a Bruselas: si quedarme en un hotel como me ofrecía la compañía y levantarme a las 4 de la madrugada o pasar la noche en la terminal del aeropuerto. Mascullaba esos pensamientos cuando la azafata llegó ofreciendo su dulce encanto personal para ver si tenía ganas de tomar algo. ¡Por supuesto!, una cerveza nunca viene mal. Mientras tomaba la cerveza el cielo se fue oscureciendo y la pandilla de muchachitos y muchachitas entrados en la treintena seguían comportándose como estudiantes universitarios de primer año en una excursión de fin de curso: “Yo con el Javi no quiero dormir porque le huelen los pies”; “¿En qué habitación quedamos para montar la barra libre?” Algunos de ellos me miraban sonrientes. ¿Cómo si yo los conociera de algo?
Estábamos llegando a la altura de Madrid y mis oídos se taponaron de manera tan brutal que ni siquiera distinguía los ruidos del motor del Airbus, así que si decían o reían me afectaba igual que le pueden afectar unos azotes a un masoquista. Mantuve el tipo en lo que restaba de trayecto e intenté que mis oídos volvieran a su lugar, pero eso no fue posible y acabé por acostumbrarme de tal manera que  llegó a gustarme tanto la sensación de no escuchar nada, que hasta mi cerebro dejó de hablar consigo mismo y me dio unos instantes de tregua. Llegando a Bruselas la señora que se encontraba a mi izquierda me preguntó a dónde me dirigía. La miré y le comenté que me dirigía a Praga a realizar un reportaje fotográfico de la ciudad para luego hacer un guión para una película, era una trola, pero no sabía que decir y me pareció interesante en aquel preciso instante. Ella se alegró y me deseó suerte. Posteriormente comenzó a contarme no se qué de que siempre viajaba en estas fechas para estar con su hija antes de Navidad. Le dije, y puede que en voz muy alta puesto que estaba más sordo que Beethoven cuando compuso la 9ª sinfonía: “¡Pues parece que este año van a poder hacer muñequitos de nieve!”, mientras le señalaba con el dedo a la ventanilla. Ella miró y dijo: “¡Uy!, nunca había visto tanta nieve en Bruselas”, y con las mismas se pegó al respaldo de su asiento y comenzó a hacerse cruces en la frente de manera vertiginosa. Parecía Neo en Matrix  y yo era el señor Smith: “Seeeñoooraaa, ¿seee eeencuuuueeeentraaaa bieeeen?, “Es que me dan mucho miedo los despegues y los aterrizajes”, “Noooo, meeeee haaabiiiiaaaa daaaadoooo cuuueeeentaaaa”.
El avión aterrizó sin problemas y todo el mundo comenzó a coger sus equipajes de mano. En mi mano todavía llevaba la servilleta del catering del avión y cuando conseguí doblar las rodillas comprobé que las botas estaban algo sucias, así que decidí darles un frete y dejarlas brillando. La señora que me vio comenzó a reírse cuando comprobó que dejaba la servilleta ennegrecida en el respaldo del asiento delantero. La miré y le dije: “¡Ya ellos lo recogen!”. La señora siguió sonriendo y me deseó un feliz viaje a Praga: “Espero que te salga bien el reportaje y las fotos”, y salió al pasillo que estaba colapsado por los muchachitos y muchachitas que superaban la treintena y que parecían estudiantes universitarios de primer año en el viaje de fin de curso. Uno de ellos le dijo algo a la señora mientras me señalaba a mí y en medio de mi majestuosa sordera le entendí a mi acompañante de viaje: “No seas más gili”. ¡Ah!, si hubiese tenido 30 años menos le hubiese pedido de salir en aquel momento. Me sonrió y se despidió desde lejos. Levanté la mano y sonreí. Salí al pasillo y la azafata que me puso la cerveza me miró y dijo: “Merçi”, pero lo dijo con tanta dulzura que juro que mi hermano menor empezó a hablar en voz más alta de lo habitual: “¡Eh tronco!, que la piba esa te está tirando los trastos que yo entiendo de eso un rato”. Interiormente tuve que decirle que se callara y avancé por el pasillo. El grupo de muchachitos y muchachitas se encontraba delante de mí: fueron los primeros que salieron al pasillo y los últimos en abandonar el avión después de tener el pasillo colapsado durante un buen rato para recoger sus equipajes de mano mientras que no dejaban de decir capulladas propias de estudiantes universitarios de primer año a los que el pavo les estaba dando el último coletazo. El muchachito que recibió el tapabocas de mi acompañante iba un poquito traspuesto, pero una muchachita que daba la impresión de no llevar sujetador y otro muchachito con aires de ser el que partía la pana, miraron atrás con una sonrisita en el rostro y dijeron algo cómo: “¿Verás al paleto en Bruselas?”. Yo intentaba colocarme los guantes, la bufanda y la parca, mientras echaba al hombro el bolso con la cámara de fotos e intentaba cuadrar en mi mente las veces que había escuchado la palabra Bruselas desde las 13:00 a las 19:40 en que nos encontrábamos: “Sobre unas trescientas veces sin contar las que habrán dicho cuando he estado sorderas”.
Salí del avión y hacía un frío de los de respirar y dejar de sentir la nariz durante un buen rato. Comprobé que todavía estaba sordo, un poco alelado, desorientado y el equilibrio lo mantenía como un funambulista a treinta metros de altura con una tajada de vino peleón porque su mujer le había puesto los cuernos y él se había enterado una hora antes de comenzar la función y encima ella le dijo: “Pero Pepe, llevo tres años poniéndote los cuernos y ahora no tienes porque ponerte así.”, y él gritando desde lo alto: “¡Será hija de puta!”.
Llegué a la terminal y todo me resultó caótico. No escuchaba nada y encima los muchachitos y muchachitas me miraban y murmuraban entre sonrisas: “Verás tú el paleto como se nos pega”, “Este no sabe donde ir”. Levanté la vista y busqué el cartel de “Exit” aunque mientras lo buscaba comencé a pensar que a lo mejor debía buscar uno que pusiera “Sortie”. Los muchachitos y muchachitas emprendieron la marcha hacía la pasarela mecánica de la izquierda y yo decidí tomar a la derecha: “Me pareció ver un cartel de salida”, pero ante el maremágnum de carteles, escaleras, mostradores de compañías aéreas, restaurantes, tiendas, boutiques, luces y ruidos zumbadores, acabé por despistarme y comencé a dar vueltas. Tenía la molesta sensación de estar totalmente colocado en una discoteca en la que estaban pinchando música tecno a toda pastilla: “Zum, zum, zum…”, así que decidí acercarme a lo que parecía el guardarropas en donde una chavalita de pelo rubio y sonrisa amable parecía llevar la manija. Mi primera intención fue la de decirle que había perdido el ticket pero que sabía cual era mi abrigo, pero al comprobar que lo llevaba puesto logré acertar a preguntarle por la salida. Ella me miró con cara extrañada y me señaló  un cartel justo encima de mi cabeza y me dijo que siguiera la flecha. ¡Para indios estoy yo ahora! Le agradecí a la señorita su ayuda y le deseé suerte con el guardarropa, mientras ella me miraba un tanto perpleja.
Bajé unas escaleras y seguí el cartel de “Exit”, pero llegado un momento desparecía y otra vez me veía desorientado sin saber a donde coger. Por suerte, escuché a un franchute, aunque puede que fuese belga, hablando por teléfono junto a mí diciendo algo de “Sortie”, así que me pegué a él y conseguí llegar a recoger el equipaje. Cientos de personas aguardaban pacientemente la salida de sus accesorios y los muchachitos y muchachitas estaban entre ellos. Miré al frente y observé que mi maleta roja aparecía en cabeza del pelotón marcando un ritmo exigente. Me acerqué. La cogí y escuché: “Tiene cojones que el paleto salga antes que nosotros”. ¡Os jodéis capullos! 

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