Mientras
meditaba sobre toda aquella concatenación de hechos maquiavélicos que a
cualquiera sumiría en el más profundo de los autismos esperando que se cayese
al suelo la primera caja de palillos mondadientes para decir: “145, la caja
trae 300” ,
decidí sentarme y dejar que el tiempo pasase sin tocar nada y sin decir nada.
Era lo mejor, tal y como estaban las cosas podría ocurrir que me acabara
saltando un ojo al intentar ojear una revista o romper con mi enorme cabeza
cualquiera de las cristaleras del aeropuerto con la consiguiente llegada de las
autoridades deteniéndome por atentado terrorista. Me mantuve al margen de todo
y contemplaba como los pasajeros del vuelo a Bruselas comenzaban a relajarse, a
reír viendo que estaba pronta la salida. Preferí inducirme un coma social
instando a mi cerebro a que permaneciese atrapado en su guarida: “Como intentes
algo te corto las pelotas”. Y funcionó hasta que le dio por pensar que si todo
había ido tan mal a lo largo del día podría suceder que el avión no llegase a
su destino. El hecho de aparecer esa idea fugazmente me propinó un golpe de
nerviosismo que recorrió mi cuerpo de norte a sur. Comencé a mirar a un lado y
a otro con más ganas de salir por piernas que de subirme al avión. Además, lo
único que conseguí escribir en la libreta de notas no hacía presagiar nada
bueno:
“Paso largo
sobre escarcha humeante
Se deslizan
susurros quebradizos
El café se
enfría
Despistadas
carreras sin sentido
Ahuyentando
quejidos enfermizos
En ocho sermones
se camufla
La ocre salida
esperada
Bajo negro nudo
acolchado
Vistas cansadas
de ver se evaden
En una lluvia de
maletas acolchadas
Junto a turbias
ventanas se exhibe
Un cilindro de
cólera domada
Rancio sabor
emite
Su oculto deseo
perpetuo
Cargado de negro
dolor en su espalda”
Tuve que cerrarla
y mi pecho empezó a latir de manera desproporcionada. La respiración comenzó a
hacerse más y más entrecortada y un sudor recorría todo mi cuerpo. Frente a mí
se encontraba un matrimonio belga y la que parecía ser la hermana de la mujer
que no dejaba de mirarme poniendo ojitos. La mujer tendría que estar cercana a
los 50 años de edad y parecía que estaba pasando un poquito de hambre. Yo
intentaba domar lo que parecía un ataque de ansiedad inminente que,
seguramente, estallaría con un: “¡Vamos a morir todos!”, y la belga no dejaba
de mirarme y pasarse la lengua por los labios. ¡Para eso estoy yo ahora!
Intentando no perder los nervios logré ponerme un chicle en la boca justo
cuando llegaron a la puerta de embarque un grupo de chavalitos y chavalitas
entrados en la treintena que parecía que iban de viaje fin de curso de
universitarios de primer año. Además, llegaron y se fueron directamente al
mostrador de embarque y a eso que llega el azafato de Iberia y la gente puede
embarcar. ¡Vaya suerte!
Entré en el avión
e intenté ponerme en mi asiento de la fila 17 que daba a la ventanilla de manera que mis rodillas no se
dieran con el asiento de delante, pero eso fue una tarea digna de un
contorsionista. Cuando conseguí colocarlas de manera que dolieran lo mínimo posible,
se sentó junto a mí una señora mayor que daba la impresión de haber viajado
mucho por su desparpajo y su aire de importancia: iba vestida elegantemente y
yo iba como un grunge de los 90.
A las 17:20 el avión comenzó a prepararse. Ahí comprobé
que la señora tenía más apariencias que viajes en lo alto, puesto que cuando
los motores comenzaron a rugir se persignó alrededor de cinco o seis veces y al
ir a coger el brazo del asiento, agarró parte de mi antebrazo y ni siquiera se
percató de ello. Yo sé que estoy una mijita fuerte, pero la textura del brazo
del asiento y la de mi antebrazo no se parecen en nada. Lo comprobé. Cuando el
aparato salió disparado se me escapó un: “¡Fuego Ramiro!”, y la señora soltó mi
brazo para seguir haciendo señales de la cruz en su cara. Pensé que se iba a
hacer un agujero en la frente de tantas veces que se la tocó. Con lo ojos
cerrados, la mano moviéndose a gran velocidad y de su boca saliendo unos
orgásmicos ¡Ay dios mío!, el avión consiguió enderezarse y la señora se relajó
y empezó a roncar. ¡Joder, que facilidad!
A medida que la
señora mascullaba en sus sueños y mis rodillas chirriaban ante la presión del
asiento delantero, no dejaba de pensar en lo más conveniente cuando llegase a
Bruselas: si quedarme en un hotel como me ofrecía la compañía y levantarme a
las 4 de la madrugada o pasar la noche en la terminal del aeropuerto.
Mascullaba esos pensamientos cuando la azafata llegó ofreciendo su dulce
encanto personal para ver si tenía ganas de tomar algo. ¡Por supuesto!, una
cerveza nunca viene mal. Mientras tomaba la cerveza el cielo se fue
oscureciendo y la pandilla de muchachitos y muchachitas entrados en la
treintena seguían comportándose como estudiantes universitarios de primer año
en una excursión de fin de curso: “Yo con el Javi no quiero dormir porque le
huelen los pies”; “¿En qué habitación quedamos para montar la barra libre?”
Algunos de ellos me miraban sonrientes. ¿Cómo si yo los conociera de algo?
Estábamos
llegando a la altura de Madrid y mis oídos se taponaron de manera tan brutal
que ni siquiera distinguía los ruidos del motor del Airbus, así que si decían o
reían me afectaba igual que le pueden afectar unos azotes a un masoquista.
Mantuve el tipo en lo que restaba de trayecto e intenté que mis oídos volvieran
a su lugar, pero eso no fue posible y acabé por acostumbrarme de tal manera
que llegó a gustarme tanto la sensación
de no escuchar nada, que hasta mi cerebro dejó de hablar consigo mismo y me dio
unos instantes de tregua. Llegando a Bruselas la señora que se encontraba a mi
izquierda me preguntó a dónde me dirigía. La miré y le comenté que me dirigía a
Praga a realizar un reportaje fotográfico de la ciudad para luego hacer un
guión para una película, era una trola, pero no sabía que decir y me pareció interesante
en aquel preciso instante. Ella se alegró y me deseó suerte. Posteriormente
comenzó a contarme no se qué de que siempre viajaba en estas fechas para estar
con su hija antes de Navidad. Le dije, y puede que en voz muy alta puesto que
estaba más sordo que Beethoven cuando compuso la 9ª sinfonía: “¡Pues parece que
este año van a poder hacer muñequitos de nieve!”, mientras le señalaba con el
dedo a la ventanilla. Ella miró y dijo: “¡Uy!, nunca había visto tanta nieve en
Bruselas”, y con las mismas se pegó al respaldo de su asiento y comenzó a
hacerse cruces en la frente de manera vertiginosa. Parecía Neo en Matrix y yo era el señor Smith: “Seeeñoooraaa, ¿seee
eeencuuuueeeentraaaa bieeeen?, “Es que me dan mucho miedo los despegues y los
aterrizajes”, “Noooo, meeeee haaabiiiiaaaa daaaadoooo cuuueeeentaaaa”.
El avión
aterrizó sin problemas y todo el mundo comenzó a coger sus equipajes de mano.
En mi mano todavía llevaba la servilleta del catering del avión y cuando
conseguí doblar las rodillas comprobé que las botas estaban algo sucias, así
que decidí darles un frete y dejarlas brillando. La señora que me vio comenzó a
reírse cuando comprobó que dejaba la servilleta ennegrecida en el respaldo del
asiento delantero. La miré y le dije: “¡Ya ellos lo recogen!”. La señora siguió
sonriendo y me deseó un feliz viaje a Praga: “Espero que te salga bien el
reportaje y las fotos”, y salió al pasillo que estaba colapsado por los
muchachitos y muchachitas que superaban la treintena y que parecían estudiantes
universitarios de primer año en el viaje de fin de curso. Uno de ellos le dijo
algo a la señora mientras me señalaba a mí y en medio de mi majestuosa sordera
le entendí a mi acompañante de viaje: “No seas más gili”. ¡Ah!, si hubiese
tenido 30 años menos le hubiese pedido de salir en aquel momento. Me sonrió y
se despidió desde lejos. Levanté la mano y sonreí. Salí al pasillo y la azafata
que me puso la cerveza me miró y dijo: “Merçi”, pero lo dijo con tanta dulzura
que juro que mi hermano menor empezó a hablar en voz más alta de lo habitual:
“¡Eh tronco!, que la piba esa te está tirando los trastos que yo entiendo de
eso un rato”. Interiormente tuve que decirle que se callara y avancé por el
pasillo. El grupo de muchachitos y muchachitas se encontraba delante de mí: fueron
los primeros que salieron al pasillo y los últimos en abandonar el avión
después de tener el pasillo colapsado durante un buen rato para recoger sus
equipajes de mano mientras que no dejaban de decir capulladas propias de
estudiantes universitarios de primer año a los que el pavo les estaba dando el
último coletazo. El muchachito que recibió el tapabocas de mi acompañante iba
un poquito traspuesto, pero una muchachita que daba la impresión de no llevar
sujetador y otro muchachito con aires de ser el que partía la pana, miraron
atrás con una sonrisita en el rostro y dijeron algo cómo: “¿Verás al paleto en
Bruselas?”. Yo intentaba colocarme los guantes, la bufanda y la parca, mientras
echaba al hombro el bolso con la cámara de fotos e intentaba cuadrar en mi
mente las veces que había escuchado la palabra Bruselas desde las 13:00 a las
19:40 en que nos encontrábamos: “Sobre unas trescientas veces sin contar las
que habrán dicho cuando he estado sorderas”.
Salí del avión y
hacía un frío de los de respirar y dejar de sentir la nariz durante un buen
rato. Comprobé que todavía estaba sordo, un poco alelado, desorientado y el
equilibrio lo mantenía como un funambulista a treinta metros de altura con una
tajada de vino peleón porque su mujer le había puesto los cuernos y él se había
enterado una hora antes de comenzar la función y encima ella le dijo: “Pero
Pepe, llevo tres años poniéndote los cuernos y ahora no tienes porque ponerte
así.”, y él gritando desde lo alto: “¡Será hija de puta!”.
Llegué a la
terminal y todo me resultó caótico. No escuchaba nada y encima los muchachitos
y muchachitas me miraban y murmuraban entre sonrisas: “Verás tú el paleto como
se nos pega”, “Este no sabe donde ir”. Levanté la vista y busqué el cartel de
“Exit” aunque mientras lo buscaba comencé a pensar que a lo mejor debía buscar
uno que pusiera “Sortie”. Los muchachitos y muchachitas emprendieron la marcha
hacía la pasarela mecánica de la izquierda y yo decidí tomar a la derecha: “Me
pareció ver un cartel de salida”, pero ante el maremágnum de carteles,
escaleras, mostradores de compañías aéreas, restaurantes, tiendas, boutiques,
luces y ruidos zumbadores, acabé por despistarme y comencé a dar vueltas. Tenía
la molesta sensación de estar totalmente colocado en una discoteca en la que
estaban pinchando música tecno a toda pastilla: “Zum, zum, zum…”, así que
decidí acercarme a lo que parecía el guardarropas en donde una chavalita de
pelo rubio y sonrisa amable parecía llevar la manija. Mi primera intención fue
la de decirle que había perdido el ticket pero que sabía cual era mi abrigo,
pero al comprobar que lo llevaba puesto logré acertar a preguntarle por la
salida. Ella me miró con cara extrañada y me señaló un cartel justo encima de mi cabeza y me dijo
que siguiera la flecha. ¡Para indios estoy yo ahora! Le agradecí a la señorita
su ayuda y le deseé suerte con el guardarropa, mientras ella me miraba un tanto
perpleja.
Bajé unas
escaleras y seguí el cartel de “Exit”, pero llegado un momento desparecía y
otra vez me veía desorientado sin saber a donde coger. Por suerte, escuché a un
franchute, aunque puede que fuese belga, hablando por teléfono junto a mí
diciendo algo de “Sortie”, así que me pegué a él y conseguí llegar a recoger el
equipaje. Cientos de personas aguardaban pacientemente la salida de sus
accesorios y los muchachitos y muchachitas estaban entre ellos. Miré al frente
y observé que mi maleta roja aparecía en cabeza del pelotón marcando un ritmo
exigente. Me acerqué. La cogí y escuché: “Tiene cojones que el paleto salga antes
que nosotros”. ¡Os jodéis capullos!
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Su tabaco, gracias.