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Esperando al tren: 1ª parte

El tren de las 8:30 llegó a la estación y derramó sobre el andén una infinidad de hormiguitas que caminaban afanosas en busca de sus sustento. En un esquina del andén dos, frente a un bar pequeño y atestado, se encontraba un quiosco aún más pequeño y donde, cansinamente pero sin pausa, se vendían todo tipo de lecturas y sueños para los viajeros que pasaban por la estación, y para la fauna autóctona que acudía a diario. Todos los días, a las 8:30 en punto, siempre aparecía un señor bajito y de pelo rizado que vestía con cierto aspecto informal, pero que en sus más ínfimos detalles denotaba a una persona correcta y educada: seleccionaba toda la prensa del día, pagaba religiosamente y tras un breve "hasta luego", proseguía su camino. Pero aquella mañana decidió pararse un ratito y charlar con el quiosquero: un chico joven de aspecto serio, pero su cara daba a entender que era lo suficientemente despierto como para no sorprenderse ante lo que pudiera ver o escuchar. Era amable y algo introvertido, llevaba dos años trabajando en el puesto y en todo ese tiempo sólo había recibido de boca de aquel señor bajito el hirsuto saludo y nada más, pero todo era diferente aquella mañana. El señor bajito miró al chico y le preguntó:

- ¿Llevas mucho tiempo aquí?

El quiosquero le miró de reojo y contestó secamente:

- Dos años.

El señor bajito volvió a mirar y preguntó de nuevo:

- ¿Crees en los ángeles?

Al chico se le notaba cierto aire de sorpresa ante la pregunta que recibía, pero intentando no reírse, y mirando al suelo, espetó:

- Eso es algo difícil de creer.

El señor bajito carraspeó y replicó:

- Pues será mejor que empieces pronto, o algo pasará y no tendrás tiempo de creer. Hasta luego, buenos días.

Y se dirigió cansinamente a la salida de la estación mientras el quiosquero sonreía y le miraba sin dejar de preguntarse a que venía todo eso: había sido la pregunta más estúpida que le habían hecho desde que estaba en aquel puesto de prensa, y puede que la más absurda de toda su vida, pero no se extrañaba de nada: todo tipo de personas pasaban a diario por el quiosco y que le hiciesen preguntas de ese tipo no debería sorprenderle: "Todos tenemos un mal día", se dijo, y continuó ordenando la prensa en sus cajones y atendiendo a los clientes durante toda la mañana.
A las doce del mediodía, en su mente tan solo planeaba la idea del plato de comida que se iba a tomar cuando llegase a su casa. Se imaginaba sentado a la mesa degustando un gran plato de fabada, era Jueves y tocaba fabada como todos lo Jueves, le encantaba y su estómago rugía celebrando la comida que le esperaba. Ya no había cabida en su cerebro para la extraña pregunta del señor bajito de aspecto estrafalario, ni siquiera para reírse de ella. Hacía más de media hora que nadie compraba nada, y recostado sobre el mostrador, su vista dormitaba mirando los andenes sin rumbo y sin fijarse en nada concreto: la vista perdida en puntos infinitos, en lugares ocultos donde nada te distrae y nadie se fija en ella. En ese estado cercano al sueño, y cuando el aburrimiento ya se había apoderado de la totalidad de sus cuerpo, vio a alguien que hizo que se incorporase: era la chica más atrayente que jamás había contemplado. Tenía el pelo castaño claro, casi rubio, con unos rizos pequeñitos y sugerentes que descansaban sobre una piel suave y rosada; parecía que levitaba entre la gente que paseaba por aquel lugar aburrido, dotando a la estación de un brillo y una luz especial. Siguiéndola con la mirada, pudo observar como se dirigía al andén tres y se paraba justo en el borde, esperando la llegada del tren de las doce y media. No sabía el por qué, pero le parecía la chica más hermosa del universo, y no podía dejar de mirarla, estaba absorto, hipnotizado, y se dijo que tenía que conocerla: oír su voz, sentir su aroma, preguntarle de dónde era, dónde vivía, si tenía novio. No podía dejar de mirarla. Sentía una llamada interior que le empujaba a ir hacia ella, y de repente:

- ¿Me cobra la revista por favor?

Una señora con los labios recauchutados y un bolso de Louis Vuitton, esperaba frente a él haciendo pequeños gestos y mirando de forma extraña mientras repiqueteaba con sus largas uñas sobre un ejemplar del Cosmopolitan.

- Son dos euros con sesenta señora.

Recogió el billete de cinco euros y le devolvió el cambio mecánicamente notando cierta hostilidad en el rostro de la clienta, pero sin hacer demasiado caso a ello, dirigió su vista rápidamente al andén tres, dónde un tren se hallaba estacionado en él. Lanzó un barrido visual esperando divisar a la chica, pero no estaba. Se fijó en los vagones y no logró dar con ella. El tren se puso en marcha y le resultó muy complicado escudriñar todo con tiempo suficiente como para saber donde se encontraba su silueta. Por más que miraba, no lograba  detectar a la chica de los rizos. El tren tomaba velocidad y se alejaba de la estación, llenando su mente con una irrefrenable desazón que le hacía pensar que nunca más volvería a verla: pasaban tantas personas por aquella terminal que era muy difícil localizar a una misma persona cualquier otro día. Sentía haber perdido una oportunidad que jamás volvería a repetirse, lo cual hizo que agachase la cabeza y atendiese a un par de clientes que esperaban frente al mostrador mirándole atentamente. Les asistió con premura mientras lanzaba miradas furtivas al desierto andén número tres esperando divisarla aún a sabiendas de que eso no iba a suceder.
Continuó despachando esperando que llegase la hora de marcharse a su casa a comer. Nada le parecía interesante. Todo era superfluo e irrelevante, lo mismo de siempre a esas horas: gente que iba y venía, poca clientela, y mucha hambre, tanta, que sentía desmayarse por momentos. No dejaba de pensar en la chica y en la suerte que tendría la persona que estuviese con ella. Siempre pensó que la primera impresión era la que quedaba para la eternidad, y la que le quedó a él era ciertamente extraña, pero increíblemente atrayente, tanto, que no podía sacarla de sus pensamientos y a cada minuto alargaba el cuello esperando contemplarla. Cuando quiso darse cuenta, ya eran las dos de la tarde. Cerró el quiosco y puso el cartel de "he ido a comer". Se dirigió al andén dos y tomó el tren que le ponía en dirección a su domicilio, dónde le esperaba el ansiado plato de fabada. Se sentó en el primer vagón, ojeando la prensa del día. No solía hablar con los demás pasajeros. Le gustaba leer en el trayecto a su casa y no ser importunado. Era su costumbre y eso le hacía sentirse bien a pesar de que las sensaciones del día fuesen distintas a la de cualquier otro: al alzar la vista, parecía como si todo el mundo le observase y quisiese saber lo que había hecho durante la jornada, escrutándole como si llevase un cartel encima que les llamase la atención.
Casi sin darse cuenta llegó a su parada y abandonó el tren vertiginosamente sin levantar la vista del suelo. Salió a la calle y respiró al ver el Sol de nuevo, aunque hacía un calor tan sofocante que casi prefirió seguir bajo tierra. Era uno de los meses de Agosto más calurosos de las últimas décadas, y parecía que los pies se le iban a quedar atrapados en el asfalto. Encaminó la calle Padua y tomó a la derecha por la calle Zaragoza, notando como su cerebro parecía reblandecerse por momentos. En una taberna se veían entrar y salir personas que hablaban a viva voz mientras no paraban de lanzar estentóreas carcajadas. Les miró de reojo y tomó  la izquierda por la calle Septimania. Llegó a su portal y se encaminó a su casa. Cuando entró, encontró el plato de fabada en el microondas. Lo calentó y se dispuso a comer. Se sentó frente al televisor y puso Los Simpsons: siempre los veía cuando comía y le daba igual que los capítulos fuesen repetidos porque siempre se encontraba algo nuevo en cada revisión. Comió rápidamente, como en él era costumbre, y se tumbó en el sofá con las piernas en alto. Tenía unas varices tan descomunales que parecían chorizos de Cantimpalo. Tras una pequeña cabezada se incorporó y salió de su casa con premura. Siempre se dejaba estar unos minutos más de la cuenta y tenía que salir a la carrera para coger el tren de las 15:45 en la estación de Padua que le llevaba a su puesto de trabajo en la terminal de Plaza Cataluña. Después de comer, el asfalto parecía que agarrase con más fuerza. Aligeró el paso cuando volvió a pasar junto a la taberna donde no cejaban de oírse las risas y los comentarios de algún que otro beodo que por allí circulaba.
A las 16:00 llegó a su puesto de prensa y corrió la persiana. Se sentó tras el mostrador y encendió el ventilador apuntándolo directamente a su cara mientras no cejaba de beber agua: las tardes de verano solía haber poca clientela y eso le concedía tiempo para estudiar sus apuntes de historia del arte. Le quedaban dos asignaturas para finalizar la carrera, pero ya llevaba dos años con las mismas y comenzaba a aburrirse. Tras unos instantes repasando las vicisitudes de Brueghel el viejo, notó que su mente se nublaba y optó por dejar los apuntes y mirar al infinito esperando que algo o alguien le distrajese, pero eso no sucedió. La tarde transcurrió con una lentitud desesperante mientras él seguía aletargado en su sillón sin dejar de pensar en la chica que le había abducido durante la mañana. El ambiente le resultaba agobiante e intentaba distraerse como podía, pero no lo conseguía. Ya eran las nueve de la noche y durante toda la tarde tan solo había vendido un ejemplar del SoloMotos y otro de La Vanguardia, así que cerró el tinglado y se encaminó al bar a tomarse una mediana, la misma rutina de todos los días: charlaba con el camarero sobre temas irrelevantes y a las diez menos veinte se dirigía al andén dos y tomaba el camino de vuelta a casa.
Eran las diez en punto de la noche cuando llegó a su casa, donde le esperaban su madre, su padre y su hermano menor para cenar. La cena se  le hizo eterna. La conversación era confusa e insulsa. Durante casi una hora no lanzó una sola palabra al entorno: no quiso que su voz se mezclase en aquella mesa y que su mente dejase de pensar en aquella chica. Miró a su hermano Javier mientras asentía mecánicamente, dándole la razón en un tema que no le interesaba, lo cual hizo que su padre se rebelase y le reprendiera por ponerse de parte de su hermano. Raúl titubeó, y tras mirar con extrañeza a su alrededor, decidió despedirse y alejarse a su habitación a descansar.

- Anda hijo: tómate una aspirina que parece que estás mal.

Dijo la madre, pero él negó con la mano y se encaminó al cuarto sintiendo algunas risas a sus espaldas, aunque seguro de hacer lo correcto: era tarde y quizás al día siguiente todo volvería a ser normal, como siempre. 
Entró en la habitación pensando en pedirle a Dios, por primera vez en tantos años que ya no recordaba la última vez, para que le dejase ver de nuevo a la misteriosa chica de la mañana. Se detuvo en medio de la estancia mirando a la cama, y a ese póster de Nueva York que se encontraba en la cabecera de ésta: siempre se preguntó si la foto estaba tomada desde las torres gemelas, más que nada por el morbo de tener algo referente a ellas y poder contarlo, aunque a sus colegas les aseguraba que la foto la había tirado su primo Fabián, que vivía en Cincinnati, cuando estuvo de visita en la gran manzana; era un pegote, la instantánea era de una producción en serie de las que se compran en cualquier tienda de souvenirs, pero la coartada era tan realista que siempre se lo tragaron, y eso era un algo bien gordo. Mirando fijamente aquella imagen nocturna del Empire State, soñaba con poder subir a él. Prometió que algún día lo haría como Charles Boyer e Iren Dunne, o como Cary Grant y Deborah Kerr, o como Tom Hanks y Meg Ryan, acompañado de aquella chica, o con su novia: "Me cago en la puta, ¡mi novia!", se lamentó mientras se golpeaba la frente. De repente recordó que no la había llamado en todo el día, incluso se podría decir que le había puesto los cuernos al no recordarla durante toda la jornada, pero cuando miraba aquella fotografía siempre pensaba en Elena, la chica que llevaba tres años soportando sus paranoias y a la que un día prometió delante de aquel póster enfermizo, que la llevaría al edificio más emblemático de la ciudad más famosa del país más poderoso del planeta cuando se casasen, y a pesar de ello, no la había llamado, ni siquiera había pensado en ella. Se rascó la cabeza sutilmente y agarró el móvil. Marcó el número de su chica, pero estaba desconectado. Con un vaivén de resignación, dejó el aparato sobre la cama lanzando un estrepitoso lamento que mitigó su sueño instantáneo y brutal.

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