El tren de las 8:30 llegó a la estación y derramó sobre el andén una infinidad de hormiguitas que caminaban afanosas en busca de sus sustento. En un esquina del andén dos, frente a un bar pequeño y atestado, se encontraba un quiosco aún más pequeño y donde, cansinamente pero sin pausa, se vendían todo tipo de lecturas y sueños para los viajeros que pasaban por la estación, y para la fauna autóctona que acudía a diario. Todos los días, a las 8:30 en punto, siempre aparecía un señor bajito y de pelo rizado que vestía con cierto aspecto informal, pero que en sus más ínfimos detalles denotaba a una persona correcta y educada: seleccionaba toda la prensa del día, pagaba religiosamente y tras un breve "hasta luego", proseguía su camino. Pero aquella mañana decidió pararse un ratito y charlar con el quiosquero: un chico joven de aspecto serio, pero su cara daba a entender que era lo suficientemente despierto como para no sorprenderse ante lo que pudiera ver o escuchar. Era amable y...