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El ojo muerto: Nº4 (2)


Estanis sonrió y agarró un cigarrillo de un paquete de Chesterfield blando que había junto al ordenador. Del bolsillo derecho del pantalón sacó un mechero azul de propaganda obsequio de alguno de los bares que solía frecuentar en el Borne, y encendió el pitillo dando una calada larga y placentera. A la segunda inmersión de azulados vapores, decidió enfrascarse de nuevo en el guión que le había traído de cabeza minutos antes, centrándose esta vez en desarrollar los personajes principales: el cínico y materialista abogado iluminado henchido de remordimientos, y la tierna y etérea jovencita idealista y solidaria.
Acababan de cumplirse las nueve de la noche. El tiempo había transcurrido velozmente y la obra no había avanzado ni un ápice. Estanis languidecía tumbado en el vetusto pero cómodo sofá granfort de piel color chocolate. No se podía creer lo que le ocurría. Tenía las ideas pero no era capaz de transcribirlas. No encontraba la inspiración necesaria para desarrollarlas. Mientras se compadecía penosamente, recordó la entrevista con el Sr. Mateu y cómo le habló de la instalación de gas que debería estar diseminada por toda la cabaña. Meditó sobre los pequeños tubos que salían de la chimenea y se distribuían tras el revestimiento de madera que cubría las paredes de todas las dependencias, y concluyó que deberían de encontrarse la misma cantidad de ellos dirigiéndose hacia los calefactores y hacia la cocina. La curiosidad comenzó a perturbarle provocándole una inquietud exacerbada y el obsesivo deseo de averiguar el lugar exacto de procedencia de toda la instalación. Refrenó el impulso de destablillar parte del revestimiento para comprobar si su razonamiento era correcto y decidió salir al exterior a escudriñar en la penumbra de la noche ártica. Se volvió a calzar el anorak. Agarró una linterna: una antigua lámpara minera que parecía estar allí incluso antes de la construcción del edificio. La ventaja de dicho artefacto provenía del uso de una bobina de Ruhmkorff que le concedía mayor autonomía respecto a las linternas modernas a cambio de producir una luminosidad demasiado pobre. El viejo foco constaba de una carcasa externa de hierro fundido con un asidero en la parte superior completamente dominado por la herrumbre, y presentaba varias abolladuras por toda su superficie. Abandonó la cálida estancia y se detuvo en el porche. Abrió la parte trasera de su nueva adquisición, accediendo al compartimento interno para conectar la bobina al extraño y antiquísimo tubo de Geissler mediante hilo de cobre. Tras varios segundos de espera, golpeó el lateral del armatoste y la luz comenzó a prender con timidez, desarrollando un humilde halo luminiscente que apenas alumbraba a dos metros de distancia. Dirigió sus pasos hacia la parte trasera del bohío, acrecentando en su interior la ilusión pasajera de sentirse cómo el profesor Lidenbrock adentrándose en la cueva en lo más profundo del Sneffels, el hecho de portar una reliquia similar a la definida por Verne y la pesada obscuridad que envolvía toda la isla. Caminó con cautela intentando no poner los pies en algún bache imprevisto que le hiciera perder el equilibrio mientras escuchaba los tímidos lamentos de los escuálidos álamos temblones que presenciaban su paseo nocturno a merced del frío y monótono viento del noroeste. Contuvo sus pasos al llegar a la esquina trasera derecha de la construcción maderera y aupó la lámpara sobre su cabeza intentado iluminar la mayor distancia posible, pero la menesterosa lumbre de su trasnochada compañera no conseguía perforar lo suficiente en la profunda negrura que le rodeaba. Avanzó unos pasos y tropezó inesperadamente con una protuberancia artificial que le hizo trastabillar y caer de bruces, golpeándose la cabeza y haciendo que lanzase el férrico candil a un par de metros frente a él. Palpó el suelo tras de sí y notó en sus manos la inconfundible textura de una tubería metálica: “Creo que ya he dado con la madre del cordero.” Se dijo, y gateó torpemente hasta que logró alcanzar la fuente de iluminación. Estaba aturdido y confuso. Notaba como la visión se le emborronaba y le impedía centrarse en un punto concreto sin marearse. Agarró la lámpara por el oxidado asidero y, antes de levantarla del suelo, observó como la trayectoria del tímido fulgor se detenía ante la silueta  de un gigantesco depósito de gas formado por tres tanques engarzados de cinco metros de largo que llegaban a los dos metros y medio de altura en su cúspide, los cuales estaban cubiertos por un aislante térmico fabricado en corcho que comenzaba a mostrar el paso irremediable de los años. Estanis prosiguió el análisis de la estructura golpeando precavidamente con sus nudillos en los lugares donde el acero comenzaba a hacerse visible por el deterioro del revestimiento externo y musitó de manera casi imperceptible: “Éste deposito debe estar aquí desde la 2ª guerra mundial. Parece que no está adaptado para almacenar propano.” Hecho que confirmó al dar con una cochambrosa chapa metálica atornillada a las patas en la cual se podía leer en alemán: “Achtung! Gefahr. Leichtentzündlich Butan.” Rodeó la instalación y sintió los sonidos provenientes de la alameda: unos cánticos lastimeros acompañados de la percusión que producía el crujir de las ramas, que le alentaban a abandonar aquella noctámbula investigación. Así que, tras calmar su curiosidad e inmerso en un nuevo y desconcertante trance sensorial amplificado por el aturdimiento producido por la caída, decidió retornar al interior de la cabaña, tomando tanta precaución en el camino de regreso como le permitiese la delicada luminiscencia del  metálico quinqué eléctrico.
Entró en la cocina y lanzó una ojeada a su alrededor. Se notaba desorientado. Ni siquiera era capaz de distinguir el razonamiento dominante en su abotargado cerebro. Tras varios minutos balanceándose insanamente pensando qué hacer, se dirigió a la despensa y agarró una bolsa de patatas chips y una lata de Heineken del anciano pero eficiente frigorífico alemán Kristall en su descentrado camino hacia el confortable sofá. Dejó la lata sobre la mesita mientras se metía en la boca cuatro o cinco patatas a la vez: siempre le gustó llenarse la boca con  patatas y que crujieran e hicieran una pasta dentro de ella. Encendió el televisor y comenzó a hacer zapping intentando encontrar algún programa de entretenimiento en castellano, pero todavía no había configurado la parabólica hacia el satélite idóneo y todos los canales retransmitían en noruego, alemán o ruso. Soltó el mando y agarró la lata de cerveza dándole un largo trago. En la televisión podía observarse un combate de boxeo de la categoría crucero entre dos deportistas rusos, pero Estanis ni siquiera hizo el menor gesto de interés hacia ellos. Alzó la vista al sentir el crepitar del generoso fuego que caldeaba la estancia y que arqueaba su majestuosa llama hacia un costado del llar cómo si una repentina corriente de aire lo impulsase. Giró la cabeza hacia la posible fuente de procedencia de dicha corriente y comprobó que había dejado la puerta de entrada abierta. Se levantó pausadamente arrastrando los pies y se encaminó a cerrarla. Justo antes de trancarla, un tremendo gemido proveniente del exterior le hizo estremecer; “¡Qué coño ha sido eso!” Exclamó, y salió al exterior esperando escucharlo de nuevo. Y lo volvió a oír con mayor nitidez: parecía el bostezo de una persona cuando despierta, pero exageradamente amplificado. El tremendo gemido le hizo estremecer. Cerró la puerta y regresó al calor de la chimenea visiblemente turbado y tembloroso, pero recordó un comentario del insigne capitán noruego: “De vez en cuando las ballena vienen por aquí y se montan unas orgía que se escushan a kilómetro a la redonda. ¡Ja, ja, ja! No vea como se lo pasan las muy cashonda. ¡Ja, ja, ja!” Y eso le hizo reír, y consiguió tranquilizarle: “Ese tipo es realmente curioso” Se dijo, y fue apagando las luces paulatinamente, dejando encendido el PC y el  afectivo fuego que le transmitía seguridad. Entró en el dormitorio, y tras ponerse el pijama azul turquí de la noche anterior, acomodó las gafas sobre la mesita de noche y se echó a dormir.

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