Estanis sonrió y agarró un cigarrillo de un paquete de Chesterfield
blando que había junto al ordenador. Del bolsillo derecho del pantalón sacó un
mechero azul de propaganda obsequio de alguno de los bares que solía frecuentar
en el Borne, y encendió el pitillo dando una calada larga y placentera. A la segunda inmersión de azulados vapores, decidió enfrascarse de nuevo en el guión que le había
traído de cabeza minutos antes, centrándose esta vez en desarrollar los
personajes principales: el cínico y materialista abogado iluminado henchido de
remordimientos, y la tierna y etérea jovencita idealista y solidaria.
Acababan de cumplirse las nueve de la noche. El tiempo había
transcurrido velozmente y la obra no había avanzado ni un ápice. Estanis
languidecía tumbado en el vetusto pero cómodo sofá granfort de piel color
chocolate. No se podía creer lo que le ocurría. Tenía las ideas pero no era
capaz de transcribirlas. No encontraba la inspiración necesaria para
desarrollarlas. Mientras se compadecía penosamente, recordó la entrevista con
el Sr. Mateu y cómo le habló de la instalación de gas que debería estar diseminada por toda la
cabaña. Meditó sobre los pequeños tubos que salían de la chimenea y se
distribuían tras el revestimiento de madera que cubría las paredes de todas las
dependencias, y concluyó que deberían de encontrarse la misma cantidad de ellos
dirigiéndose hacia los calefactores y hacia la cocina. La curiosidad comenzó a
perturbarle provocándole una inquietud exacerbada y el obsesivo deseo de
averiguar el lugar exacto de procedencia de toda la instalación. Refrenó el
impulso de destablillar parte del revestimiento para comprobar si su
razonamiento era correcto y decidió salir al exterior a escudriñar en la
penumbra de la noche ártica. Se volvió a calzar el anorak. Agarró una linterna:
una antigua lámpara minera que parecía estar allí incluso antes de la
construcción del edificio. La ventaja de dicho artefacto provenía del uso de una
bobina de Ruhmkorff que le concedía mayor autonomía respecto a las linternas
modernas a cambio de producir una luminosidad demasiado pobre. El viejo foco
constaba de una carcasa externa de hierro fundido con un asidero en la parte
superior completamente dominado por la herrumbre, y presentaba varias
abolladuras por toda su superficie. Abandonó la cálida estancia y se detuvo en
el porche. Abrió la parte trasera de su nueva adquisición, accediendo al
compartimento interno para conectar la bobina al extraño y antiquísimo tubo de
Geissler mediante hilo de cobre. Tras varios segundos de espera, golpeó el
lateral del armatoste y la luz comenzó a prender con timidez, desarrollando un
humilde halo luminiscente que apenas alumbraba a dos metros de distancia. Dirigió
sus pasos hacia la parte trasera del bohío, acrecentando en su interior la
ilusión pasajera de sentirse cómo el profesor Lidenbrock adentrándose en la
cueva en lo más profundo del Sneffels, el hecho de portar una reliquia similar
a la definida por Verne y la pesada obscuridad que envolvía toda la isla.
Caminó con cautela intentando no poner los pies en algún bache imprevisto que
le hiciera perder el equilibrio mientras escuchaba los tímidos lamentos de los
escuálidos álamos temblones que presenciaban su paseo nocturno a merced del
frío y monótono viento del noroeste. Contuvo sus pasos al llegar a la esquina
trasera derecha de la construcción maderera y aupó la lámpara sobre su cabeza
intentado iluminar la mayor distancia posible, pero la menesterosa lumbre de su
trasnochada compañera no conseguía perforar lo suficiente en la profunda
negrura que le rodeaba. Avanzó unos pasos y tropezó inesperadamente con una
protuberancia artificial que le hizo trastabillar y caer de bruces, golpeándose
la cabeza y haciendo que lanzase el férrico candil a un par de metros frente a
él. Palpó el suelo tras de sí y notó en sus manos la inconfundible textura de
una tubería metálica: “Creo que ya he dado con la madre del cordero.” Se
dijo, y gateó torpemente hasta que logró alcanzar la fuente de iluminación.
Estaba aturdido y confuso. Notaba como la visión se le emborronaba y le impedía
centrarse en un punto concreto sin marearse. Agarró la lámpara por el oxidado
asidero y, antes de levantarla del suelo, observó como la trayectoria del
tímido fulgor se detenía ante la silueta
de un gigantesco depósito de gas formado por tres tanques engarzados de
cinco metros de largo que llegaban a los dos metros y medio de altura en su
cúspide, los cuales estaban cubiertos por un aislante térmico fabricado en
corcho que comenzaba a mostrar el paso irremediable de los años. Estanis
prosiguió el análisis de la estructura golpeando precavidamente con sus
nudillos en los lugares donde el acero comenzaba a hacerse visible por el
deterioro del revestimiento externo y musitó de manera casi imperceptible: “Éste
deposito debe estar aquí desde la 2ª guerra mundial. Parece que no está
adaptado para almacenar propano.” Hecho que confirmó al dar con una
cochambrosa chapa metálica atornillada a las patas en la cual se podía leer en
alemán: “Achtung! Gefahr. Leichtentzündlich Butan.” Rodeó la instalación
y sintió los sonidos provenientes de la alameda: unos cánticos lastimeros
acompañados de la percusión que producía el crujir de las ramas, que le
alentaban a abandonar aquella noctámbula investigación. Así que, tras calmar su
curiosidad e inmerso en un nuevo y desconcertante trance sensorial amplificado
por el aturdimiento producido por la caída, decidió retornar al interior de la
cabaña, tomando tanta precaución en el camino de regreso como le permitiese la
delicada luminiscencia del metálico
quinqué eléctrico.
Entró en la cocina y lanzó una ojeada a su alrededor. Se notaba
desorientado. Ni siquiera era capaz de distinguir el razonamiento dominante en
su abotargado cerebro. Tras varios minutos balanceándose insanamente pensando
qué hacer, se dirigió a la despensa y agarró una bolsa de patatas chips y una
lata de Heineken del anciano pero eficiente frigorífico alemán Kristall en
su descentrado camino hacia el confortable sofá. Dejó la lata sobre la mesita
mientras se metía en la boca cuatro o cinco patatas a la vez: siempre le gustó
llenarse la boca con patatas y que
crujieran e hicieran una pasta dentro de ella. Encendió el televisor y comenzó
a hacer zapping intentando encontrar algún programa de entretenimiento en
castellano, pero todavía no había configurado la parabólica hacia el satélite
idóneo y todos los canales retransmitían en noruego, alemán o ruso. Soltó el
mando y agarró la lata de cerveza dándole un largo trago. En la televisión
podía observarse un combate de boxeo de la categoría crucero entre dos
deportistas rusos, pero Estanis ni siquiera hizo el menor gesto de interés
hacia ellos. Alzó la vista al sentir el crepitar del generoso fuego que caldeaba
la estancia y que arqueaba su majestuosa llama hacia un costado del llar cómo
si una repentina corriente de aire lo impulsase. Giró la cabeza hacia la
posible fuente de procedencia de dicha corriente y comprobó que había dejado la
puerta de entrada abierta. Se levantó pausadamente arrastrando los pies y se
encaminó a cerrarla. Justo antes de trancarla, un tremendo gemido proveniente
del exterior le hizo estremecer; “¡Qué
coño ha sido eso!” Exclamó, y salió al exterior esperando escucharlo de
nuevo. Y lo volvió a oír con mayor nitidez: parecía el bostezo de una persona
cuando despierta, pero exageradamente amplificado. El tremendo gemido le hizo
estremecer. Cerró la puerta y regresó al calor de la chimenea visiblemente
turbado y tembloroso, pero recordó un comentario del insigne capitán noruego: “De vez en cuando las ballena vienen por
aquí y se montan unas orgía que se escushan a kilómetro a la redonda. ¡Ja, ja,
ja! No vea como se lo pasan las muy cashonda. ¡Ja, ja, ja!” Y eso le hizo
reír, y consiguió tranquilizarle: “Ese
tipo es realmente curioso” Se dijo, y fue apagando las luces
paulatinamente, dejando encendido el PC y el afectivo fuego que le transmitía seguridad.
Entró en el dormitorio, y tras ponerse el pijama azul turquí de la noche
anterior, acomodó las gafas sobre la mesita de noche y se echó a dormir.
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Su tabaco, gracias.