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El ojo muerto: La despensa


Hacia las cuatro de la mañana salió despedido de la cama al notar la vívida sensación de que algo le obligaba a despertar. Tensionó todo su  cuerpo y comenzó a palpar torpemente la pared hasta dar con el interruptor del suministro eléctrico. Recogió las gafas del suelo, justo al lado del número 216 de Penthouse edición de Enero de 1996 que le acompañaba allá dónde fuera, se las ajustó y observó con dulzura a la chica de la portada mientras se incorporaba: “No me mires así que ahora no puedo.” Dijo desconsolado mientras trataba de dominar el resacoso aturdimiento que turbaba su capacidad de discernimiento. Abandonó la acogedora habitación y notó una heladora corriente que le produjo un espasmódico escalofrío. La puerta de la cabaña se encontraba entreabierta, y un afilado viento aullador se colaba pícaramente dentro del hospitalario hogar, arrastrando con él a una multitud de ígneos pétalos que polemizaban entre ellos en una mayestática coreografía macabra, tratando de engatusar la perspicacia de Estanis y parasitar su inexpugnable alojamiento. Preguntándose cómo podía haberse abierto durante la noche, se dispuso a cerrarla, notando en ese instante la mesurada temperatura contrapuesta a su estremecedora percepción anterior, y la sutil ductilidad embaucadora que imperaba en la insondable oscuridad ártica. Las flores se bamboleaban cadenciosamente mientras en la lejanía los álamos temblones crepitaban sus ramas produciendo un estentóreo tedéum anunciador de una vituperable amenaza, pero cuándo su indescifrable barcarola se fundía con el dulce flirteo emitido por la inescrutable marea floral, su amargo pesimismo desaparecía.
Justo en el momento de cerrar la puerta, escuchó un ostensible estruendo proveniente del muelle. Un chasquido metálico bastante familiar que imitaba el ruido de los engranajes del motor de un barco deteniéndose. A través de la ventana creyó contemplar un haz de luz que se dirigía al cielo y posteriormente se reflectaba en el mar. Se frotó los ojos y miró de nuevo. Pero no observó resplandor artificial alguno, tan solo las estrellas brillando de manera fulgurante sobre el sombrío piélago. Se giró y se encaminó a la cocina: la luz estaba encendida y una sombra se dejaba ver tímidamente bajo la puerta, moviéndose alegremente de un lado a otro y acompañando su transitar con un suave rozar y pequeños ruidos intrigantes casi imperceptibles. El pánico a lo desconocido descompuso su rostro. Tensiono su cuerpo y agarró una botella de Williams Lawson que reposaba sobre la mesa camilla. Accionó el pomo con la mano izquierda lentamente, a la vez que alzaba la botella por encima de la cabeza. Abrió la puerta con sigilo, escudriñando con su mirada la estancia a través de la rendija que había dejado cómo hipotética protección ante lo inesperado: un tenue susurro indescifrable le mantuvo alerta, pero nada conseguía atisbar tras su ridículo parapeto. Entró despacio, temeroso: un cazo aparecía sobre los apagados calentadores, dos armarios estaban abiertos y un paquete de Oreos, del cual había huido una galleta quedándose de canto justo en el borde de la encimera, reposaba junto a unas bolsitas de té rojo. En la mesa se encontraba la taza con Scooby-Doo persiguiendo a Shaggy con el pastel de arándanos, pero supuso que la había dejado él. Un repentino campaneo proveniente de la despensa le hizo girar bruscamente. Se acercó cautelosamente, aguantando la respiración y descalzándose. Tras un breve lapso temporal que creyó eterno, en el cual sintió cómo los latidos de su corazón querían delatarle al retumbar con más fuerza que el fastidioso tintineo, reunió los arrestos necesarios para encarar lo peor: saltó al interior de la alacena gritando estruendosamente y agitando la verdosa botella de whisky sin tino, dejando a la solitaria bombilla bamboleando alocadamente, pero sin encontrar adversario al cual enfrentarse. Al fondo,  un saco de garbanzos con un pequeño agujero dejaba caer, uno a uno, su contenido encima de una lata de judías con Ketchup, demostrándole de donde provenía el  misterioso repiqueteo. Abrió un paquete de patatas chips, se sentó sobre un bidón de aceite de soja y comenzó a comer intentando recordar si había dejado la puerta abierta y las luces encendidas antes de acostarse, aunque si las encontró así y nadie más había en la isla, sólo podía ser él, y eso le produjo una rumiante confusión recurrente avasalladora.
A la quinta patata, sintió una sed descomunal. Se incorporó suavemente a la vez que dejaba la bolsa sobre la estantería de las conservas de pescado que se encontraba a su derecha. Se rascó la cabeza y miró al suelo, a los garbanzos que se amontonaban bajo sus pies. Los apartó cuidadosamente hacia un lado, se volvió a rascar la cabeza y abandonó el cuarto. Una nueva imagen inesperada descompuso su apática compostura: el anafe aparecía prendido, y sobre la característica llama azulada, el cazo de antes reposaba repleto de bulliciosa agua hirviente. Completamente desconcertado se giró, observando sobre la mesa cómo una bolsita de té descansaba dentro de la taza de Scooby-Doo. No encontraba explicación:“¡Odio el té!” Exclamó desconsolado mientras advertía sobre la encimera la presencia de una galleta mordisqueada. Se estremeció temerosamente, y al borde del paroxismo no tuvo duda alguna de que había alguien más haciéndole compañía. Buscó frenéticamente la botella, pero no pudo dar con ella al encontrarse bajo la estantería situada  contra la pared izquierda de la despensa. Refrenó un histriónico grito emitiendo un hilarante graznido inaudible. Examinó la estancia y agarró la fregona por el robusto palo de madera, impulsándola por encima de su cabeza amenazadoramente. El agua acumulada en el moño chorreaba por el brazo, empapándole la espalda. Encaró el cuarto de la lavadora realizando un movimiento demasiado brusco y sin dejar de mirar nerviosamente en todas direcciones. Un golpe seco proveniente del salón hizo que se girase eléctricamente: parecía cómo si hubiesen cerrado una puerta y chirriasen las bisagras al quedarse abierta a merced del viento. Contuvo la respiración apostado tras la puerta de la cocina y oteó la estancia sin descubrir nada anormal. La luz de la habitación permanecía encendida, tal y cómo él la dejó, y la chimenea mantenía el cálido y plácido fuego que se zarandeaba al compás que marcaba el cadencioso viento nocturno que se colaba por la salida entreabierta.
Se dirigió con paso tembloroso y visiblemente angustiado hacia la puerta, y se asomó al exterior, dónde la oscuridad hechizaba el ambiente y nada indicaba que hubiese alguien allí. La cerró y giró la llave para asegurarse de que no se volviera a abrir. Dejó la fregona sobre el entarimado y se sentó en la silla de madera junto a la mesa camilla. Cogió un cigarrillo del paquete de Chesterfield blando y lo encendió con su mechero azul, el mismo que le obsequiaron en alguno de los bares que frecuentaba por el Borne. Dio dos largas trompadas y se recostó en la silla, demasiado confuso para hallar respuestas. Al avistar la incandescente punta del cigarrillo recordó que el agua permanecía al fuego. Dio una penúltima calada y apalancó el pitillo en el improvisado cenicero, realizado con un tapón metálico de un viejo bidón de combustible de los que se encontraban en el cobertizo, en cuyo borde se podía distinguir el emblema de la Kriegsmarine.
Se incorporó y acudió a la cocina: el cazo estaba apartado del anafe, y sobre la mesa reposaba una taza de té humeante. Tambaleó recostando su espalda contra la pared y se quedó totalmente perplejo al contemplar la desierta estancia. Un repentino estruendo le hizo enfocar sus maltratados sentidos hacia la despensa. Se acercó muy lentamente, casi sin querer hacerlo, apretando los puños y sintiendo el pánico en la boca de su estómago. Empujó la puerta asustado y precavido, y en ese preciso instante:

     -             ¡Eh!, que pasa compañero. ¿Le he despertao?.

Era Ola Günnar, el capitán del barco que le trajo a la isla, que comía patatas con frenesí mientras sonreía a un Estanis paralizado.

-          He venío un par de semanas ante. Ya sabe, el tiempo ha mejorao y ante de que vuelva a cambiá le traigo las provisione.

Ola sonreía y comía, y Estanis alucinaba. Su cara era una mezcla de incredulidad y satisfacción al ver al enorme glotón noruego zamparse una tras otra todas las patatas.

    -           ¡Ah!, por sierto, estoy comiendo algo, no le importará, ¿verdad?

   -           No hombre, como me va a importar.

Respondió con sensación de alivio, aunque algo molesto ante la desfachatez del noruego bonachón de madre sevillana que le trajo a éste remoto rincón contándole todos sus anhelos sobre su otro país, y pitorreándose con la medrosa fábula nórdica sobre desaparecidos en islas y enormes monstruos que mataban a marineros y pastores que pescaban o cuidaban sus rebaños en soledad.
Miró de nuevo al gigantón rubio que no cesaba de zampar mientras mascullaba en noruego y se alegraba cada vez que encontraba algún producto que le gustase. Estanis hizo un gesto cansino con la mano y se derramó sobre una de las sillas de la cocina. Cogió una oreo y la mordisqueó lentamente, sin dejar de escuchar al forzudo y tranquilo capitán que deglutía sin sosiego.
Pasó más de media hora oyendo los devaneos mentales del nórdico hambrón, cuándo decidió retirarse a dormir. La inquietante intranquilidad había desaparecido ante la extraordinaria humanidad que saturaba la cocina con su afable presencia, y el sueño percutía en su exhausto discernimiento empujándolo a pernoctar.
Olä, con sus carrillos inflados, farfulló alegremente y también decidió marcharse a descansar:

-         Pero nunca antes de habé comío, es una costumbre de mi familia -dijo, y se dirigió al barco-  Recuerde que a las nueve empesamo a descargá. No se vaya a dejar dormí.

Y se alejó riendo alumbrando con su linterna y cantando una canción típica noruega que a Estanis le recordaba algún tema olvidado del festival de Eurovisión.
La cabaña volvió a quedar en silencio. Regresó a la habitación, se tumbó en la cama y dejó las gafas encima del número 216 de Penthouse, guiñándole un ojo pícaramente a la atractiva chica de la portada. Apagó la luz con tino y sonrió creyendo estar más vivo que nunca.
En el solitario salón, el ordenador pitaba: un nuevo mensaje de la central había llegado. Llevaban varios días sin saber de las mediciones y sin tener noticias de su empleado. En la oficina de la calle Enrique Granados el nerviosismo era patente ante la falta de comunicación con el empleado apostado en la isla nº4 al norte de Nord Fugloy.
Este último mensaje era claro y conciso:

“Sr. Ibarra, necesitamos los datos con la mayor brevedad posible. Si sufre algún tipo de contratiempo técnico o alguna enfermedad hágalo saber y acudiremos en su ayuda en cuanto termine el temporal.
Atentamente,
Adrià Màs Mateu, WEATHERCO S.A.                                                                
Barcelona, 14 de Febrero”

Pero cómo ocurrió con los anteriores avisos, Estanis no lo escuchó. Su abstracción ilusoria era tan dominante que ni siquiera llegaba a percatarse de ellos cuándo repasaba el correo mientras desayunaba, y el robótico zumbido de la lejana realidad se desvanecía entre los pérfidos cánticos de la legión de flores que variaban su tonalidad, y que gorjeaban de placer tras haber logrado introducir sus ponzoñosos pétalos escarlatas en el cálido bastión de madera, infectando todas las rendijas de la estructura y susurrándole a su presa mientras dormía: Svalbard, Svalbard...

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