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El ojo muerto: Noche Ártica (2)


La fulminante recarga de sus baterías fisiológicas consiguió hacerle llegar a la cocina en apenas cuatro zancadas descomunales, y la  excitada actividad neuronal hizo que revolotease por las distintas dependencias de manera frenética, recordando sus movimientos a los de un mastodóntico colibrí sediento de polen. En su picoteo por la despensa, su hipotética trompa decidió detenerse frente a una lata de judías con Ketchup. Cogió la conserva con su mano derecha y con la izquierda asió un cazo para llenarlo de agua. Colocó el recipiente en el fregadero y giró la llave del agua caliente, sintiendo nuevamente en ese preciso instante la tétrica remembranza producida anteriormente por el taimado piélago, lo que hizo desfallecer su ánimo provocando el renacer de las irritantes convulsiones: “¡Para, para! El mar siempre ha sido el mar.” Trató de alejar a tan incomodo comportamiento usando para ello un método aprendido durante sus años de reportero metafísico en la revista Redundancia: durante una entrevista realizada al doctor en psiquiatría Pelayo de Jesús y Sigüenza, éste le explicó el procedimiento para producir el ahogo de las percepciones negativas mediante el uso de una miscelánea de afirmaciones azarosas sin sentido que actuasen de dique provisional. Para ello debía llegar a conseguir una alta cadencia de ellas en un ejercicio constante y perseverante que llegase a mitigar el errabundo pensamiento origen de la psicopatía. La evocación de dicha entrevista hizo que finalizase el influjo de la desconcertante coyuntura enquistada a su sistema nervioso, y le relajó. Siguió preparando la frugal comida y para terminar de enterrar los pensamientos tibios y desalentadores, entonó una canción que le encantaba a su madre: “Un día más esperaré sentado aquí, en la penumbra de un jardín tan extraño, cae la tarde y me olvidé otra vez, de tomar una determinación.” Su mente encontró un atajo hacia el asueto, archivando la ansiedad que le había atenazado durante toda la mañana en la sima más obscura y olvidada de su maltrecho cerebro.
Estanis volvía a sentir su ánimo reforzado y agradablemente eficiente. Cogió un plato hondo del armario justo encima del fregadero y volcó el contenido del cazo metálico en él. Se dirigió a la mesa camilla silbando alegremente y reposó el plato sobre ella. Tenía hambre. Tanta, que su ansia resultó devastadora para las sitiadas judías. En poco menos de dos minutos hubo finalizado la ingesta de las legumbres enlatadas y se atragantaba con el vaso de vino tinto de mesa consiguiendo que el líquido borbotease por la comisura de los labios. Tras una pequeña sobremesa apurando las caladas de un cigarrillo y sin recoger los platos, sacó fuerzas para ponerse a escribir. Tenía una idea clara pero no era capaz de enfocar con eficiencia el comienzo. El argumento deambulaba por su psique de manera errática. No sabía si debía empezar de forma directa, abordándola en un presente lineal, o a base de pequeños saltos temporales que hilvanaran la trama, el pasado con el presente. Le puso un título que le convenció: “Siempre te encuentra”: y en ella quería narrar la vida de un chico que considera estar gafado a la hora de encontrar su pareja ideal, equivocado siempre en sus elecciones e incapaz de ver lo que tiene delante de sus ojos, pero nunca cede ante la adversidad puesto que piensa que el amor, a pesar de todo, siempre te encuentra. Le resultaba una historia prometedora y parecía fácil de desarrollar. Pensó que podía dotarle de mayor tirón comercial el hecho de utilizar una estructura Cenicienta aplicada a un protagonista masculino, y también creyó necesario utilizar un lenguaje poético que la dotase de un mayor romanticismo lírico, aunque sólo lo conseguiría si fuese capaz de plasmar sobre el papel la frescura necesaria a la hora de improvisar los diálogos. Siempre supo que la poesía sólo era una ilusión que anheló con deseo pero que nunca llegó a poseer. Pero, a pesar de todo, en absoluto le desanimó esa rémora, y se puso manos a la obra  inusualmente motivado y centrado en acabar lo más pronto posible el argumento y la descripción de los personajes, ya que había decidido desarrollar la trama en un decorado inexistente, vacío e ilusorio.
La noche hizo acto de presencia silenciosamente, casi sin darle tiempo a coscarse. Su arrolladora motivación se había convertido en una cara larga y mustia que no dejaba de apuntar al techo con la punta de su alargada nariz mientras su cuerpo se acoplaba al sofá granfort color chocolate y su mente se hastiaba de tanto meditar sin llegar a nada en concreto. En lo más profundo de sus pensamientos sabía que había dado con una magnífica historia, pero en aquel instante de aburrimiento llegaba a apreciar que tan sólo había sido una desviación inútil plagada de euforia que le hizo creer que por fin había conseguido hallar la buena senda, más que buena, la ideal. Ahora sólo pensaba que todo lo que había hecho no había servido ni para que le aprobasen en un rutinario trabajo de literatura para adolescentes.
Eran las 18:30 y se le había pasado la hora de recoger los datos. En el PC pitaba un mensaje de la central que solicitaba las cifras de las últimas mediciones con insistencia y que le indicase en su respuesta el motivo del retraso. Cabeceó y se rascó la cabeza con vehemencia. Se colocó toda la ropa que odiaba ponerse y salió.
El pesado crepúsculo ártico avanzó de forma tenaz y logró ralentizar sus movimientos hasta hacerle caer en una ansiosa inutilidad que le impedía concentrarse en realizar su tarea. Era una noche extraña que impactaba por la multitud de colores y sensaciones que desprendía la Aurora boreal que centelleaba sin parangón reflejándose en el salado manto cristalino que ofrecía el mar de Barents, y concediéndole una nueva y sugerente tonalidad luminiscente al manto nevado que cubría el islote. Y todo ello lo notaba Estanis con todo su esplendor, con todos los matices que puede conllevar una noche de semejantes características. Quedó impactado por el olor tan intenso que impregnaba el ambiente con un aroma floral anormalmente variado e inusual que le hizo sentir como en un jardín donde se mezclaban todos los perfumes de las flores, atrayéndole a abstraerse en pensamientos oníricos, en sueños imposibles de realizar que distendían su agarrotada musculatura y conseguían sumergirle en recuerdos templados en los cuales sus latidos percibían el femenino eco sedoso que calmaba los restos de su alma salvaje. Era extraño percibir aquellos olores en medio de la nieve. En medio de ninguna parte. De nuevo volvió a pensar que le estaban engañando sus sentidos como ocurrió durante la mañana, pero era un aroma real y perceptible, y hermoso. Estuvo contemplando la aurora boreal vanagloriándose de hechos que él no había logrado conseguir. Pero aquí, donde nadie le podía replicar, eran suyos y  de nadie más.
Comenzó a sentirse incómodo. No encontraba explicación para ello, pero una enigmática huella evocadora que salía de su interior le decía que algo iba mal. ¿Pero qué? Todo iba rodado. Sentía estar viviendo la noche más extraordinaria y prodigiosa de toda su vida. Nunca había  percibido una alegría sensorial tan evocadora y no quería que terminara con un regusto agridulce, pero la alerta sensitiva era completamente real: en medio de aquel perfume floral podía distinguir una sibilina fragancia nada agradable que alteró sus sentidos y los puso en alerta haciendo que su mente cayese en un profundo terraplén repleto de zarzas y se enfrascase en un desigual combate entre la negatividad ampulosa y el optimismo vacuo, lo cual no le satisfacía grandemente: era un aroma almizclero que se le pegó al cielo de la boca y terminó por descarnar la garganta en su infecto recorrido. Era tenebroso, oscuro y ladino su influjo, y conseguía transmitirle la desagradable representación de verse caer por un acantilado sin fondo, cicatero y putrefacto, carente de humanidad y compasión. Todo aquel bebistrajo estaba presente en medio de tan sublime esplendor sensorial: “¿De dónde sale esta peste?” Se preguntó encrespado. Su pútrida influencia era cada vez más perceptible y optó por refugiarse en su fortín particular, dónde pensaba que no llegaría aquel hedor ponzoñoso. Dentro, todo parecía normal. Ni siquiera miró al exterior cuando atravesó entre los hinchados marcos que le recibían y le despedían cada vez que abría o cerraba la puerta. Pensó que sería algún animal pudriéndose: “¿En medio de tanta nieve?” Decidió olvidarlo y clausuró todas las ventanas queriendo olvidar cualquier ligera conjetura que le llegase a indicar qué podía ser.
En el exterior, la calma aparentaba dominar la situación. La temperatura bajó repentinamente y aunque el viento fuese imperceptible, la sensación térmica hizo que los álamos ululasen lastimeramente, haciendo crujir sus maltrechas ramas. El mar asemejaba a una balsa: sereno y con apariencia de candidez, desde la lejanía invitaba a pasear por su orilla. Pero todo era diferente. No había nieve en la playa y se encontraba completamente infectada por las quejumbrosas flores escarlatas en forma de corazón de olor intenso y profundo, tan espeso que parecía arrastrarse sobre el suelo con sus ilusorios pies y manos, dando la impresión de que se escuchase su avance, se oyesen sus gemidos semejantes a palabras: frases sin sentido que no llevaban a ningún sitio y que no eran comprensibles, pero cualquiera que las lograse escuchar sabría que algo malicioso se acercaba. Algo imperfecto. Algo tan complejo que nadie jamás lo hubiese imaginado. Se podía llegar a percibir por los cinco sentidos y en la orilla del mar, aquella noche, parecía estar bailando un tango de la muerte con el entorno. Junto al muelle se escuchaban susurros y allí crecía una nueva planta que quedaba impregnada del olor ponzoñoso y se unía a las demás, mutando y deformándose hasta parecerse a una nociva marea carmesí que cubría toda la superficie del litoral y comenzaba a escalar por la empinada escalinata, y que resplandecía amenazadoramente en la oscuridad, logrando ahuyentar el verdoso y poético fulgor de la Aurora Boreal.

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