La fulminante recarga de sus baterías fisiológicas consiguió hacerle
llegar a la cocina en apenas cuatro zancadas descomunales, y la excitada actividad neuronal hizo que
revolotease por las distintas dependencias de manera frenética, recordando sus
movimientos a los de un mastodóntico colibrí sediento de polen. En su picoteo
por la despensa, su hipotética trompa decidió detenerse frente a una lata de
judías con Ketchup. Cogió la conserva con su mano derecha y con la izquierda
asió un cazo para llenarlo de agua. Colocó el recipiente en el fregadero y giró
la llave del agua caliente, sintiendo nuevamente en ese preciso instante la
tétrica remembranza producida anteriormente por el taimado piélago, lo que hizo
desfallecer su ánimo provocando el renacer de las irritantes convulsiones: “¡Para, para! El mar siempre ha sido el
mar.” Trató de alejar a tan incomodo comportamiento usando para ello un
método aprendido durante sus años de reportero metafísico en la revista Redundancia:
durante una entrevista realizada al doctor en psiquiatría Pelayo de Jesús y
Sigüenza, éste le explicó el procedimiento para producir el ahogo de las
percepciones negativas mediante el uso de una miscelánea de afirmaciones
azarosas sin sentido que actuasen de dique provisional. Para ello debía llegar
a conseguir una alta cadencia de ellas en un ejercicio constante y perseverante
que llegase a mitigar el errabundo pensamiento origen de la psicopatía. La
evocación de dicha entrevista hizo que finalizase el influjo de la
desconcertante coyuntura enquistada a su sistema nervioso, y le relajó. Siguió
preparando la frugal comida y para terminar de enterrar los pensamientos tibios
y desalentadores, entonó una canción que le encantaba a su madre: “Un día más esperaré sentado aquí, en la
penumbra de un jardín tan extraño, cae la tarde y me olvidé otra vez, de tomar
una determinación.” Su mente encontró un atajo hacia el asueto, archivando
la ansiedad que le había atenazado durante toda la mañana en la sima más
obscura y olvidada de su maltrecho cerebro.
Estanis volvía a sentir su ánimo reforzado y agradablemente eficiente.
Cogió un plato hondo del armario justo encima del fregadero y volcó el
contenido del cazo metálico en él. Se dirigió a la mesa camilla silbando
alegremente y reposó el plato sobre ella. Tenía hambre. Tanta, que su ansia
resultó devastadora para las sitiadas judías. En poco menos de dos minutos hubo
finalizado la ingesta de las legumbres enlatadas y se atragantaba con el vaso
de vino tinto de mesa consiguiendo que el líquido borbotease por la comisura de
los labios. Tras una pequeña sobremesa apurando las caladas de un cigarrillo y sin
recoger los platos, sacó fuerzas para ponerse a escribir. Tenía una idea clara
pero no era capaz de enfocar con eficiencia el comienzo. El argumento
deambulaba por su psique de manera errática. No sabía si debía empezar de forma
directa, abordándola en un presente lineal, o a base de pequeños saltos
temporales que hilvanaran la trama, el pasado con el presente. Le puso un
título que le convenció: “Siempre te encuentra”:
y en ella quería narrar la vida de un chico que considera estar gafado a la
hora de encontrar su pareja ideal, equivocado siempre en sus elecciones e
incapaz de ver lo que tiene delante de sus ojos, pero nunca cede ante la
adversidad puesto que piensa que el amor, a pesar de todo, siempre te
encuentra. Le resultaba una historia prometedora y parecía fácil de
desarrollar. Pensó que podía dotarle de mayor tirón comercial el hecho de
utilizar una estructura Cenicienta aplicada a un protagonista masculino, y
también creyó necesario utilizar un lenguaje poético que la dotase de un mayor
romanticismo lírico, aunque sólo lo conseguiría si fuese capaz de plasmar sobre
el papel la frescura necesaria a la hora de improvisar los diálogos. Siempre
supo que la poesía sólo era una ilusión que anheló con deseo pero que nunca
llegó a poseer. Pero, a pesar de todo, en absoluto le desanimó esa rémora, y se
puso manos a la obra inusualmente
motivado y centrado en acabar lo más pronto posible el argumento y la
descripción de los personajes, ya que había decidido desarrollar la trama en un
decorado inexistente, vacío e ilusorio.
La noche hizo acto de presencia silenciosamente, casi sin darle tiempo
a coscarse. Su arrolladora motivación se había convertido en una cara larga y
mustia que no dejaba de apuntar al techo con la punta de su alargada nariz
mientras su cuerpo se acoplaba al sofá granfort color chocolate y su mente se
hastiaba de tanto meditar sin llegar a nada en concreto. En lo más profundo de
sus pensamientos sabía que había dado con una magnífica historia, pero en aquel
instante de aburrimiento llegaba a apreciar que tan sólo había sido una
desviación inútil plagada de euforia que le hizo creer que por fin había
conseguido hallar la buena senda, más que buena, la ideal. Ahora sólo pensaba
que todo lo que había hecho no había servido ni para que le aprobasen en un
rutinario trabajo de literatura para adolescentes.
Eran las 18:30 y se le había pasado la hora de recoger los datos. En el PC pitaba un mensaje de la central que solicitaba las cifras de las últimas mediciones con insistencia y que le indicase en su respuesta el motivo del retraso. Cabeceó y se rascó la cabeza con vehemencia. Se colocó toda la ropa que odiaba ponerse y salió.
Eran las 18:30 y se le había pasado la hora de recoger los datos. En el PC pitaba un mensaje de la central que solicitaba las cifras de las últimas mediciones con insistencia y que le indicase en su respuesta el motivo del retraso. Cabeceó y se rascó la cabeza con vehemencia. Se colocó toda la ropa que odiaba ponerse y salió.
El pesado crepúsculo ártico avanzó de forma tenaz y logró ralentizar
sus movimientos hasta hacerle caer en una ansiosa inutilidad que le impedía
concentrarse en realizar su tarea. Era una noche extraña que impactaba por la
multitud de colores y sensaciones que desprendía la Aurora boreal que
centelleaba sin parangón reflejándose en el salado manto cristalino que ofrecía
el mar de Barents, y concediéndole una nueva y sugerente tonalidad luminiscente
al manto nevado que cubría el islote. Y todo ello lo notaba Estanis con todo su
esplendor, con todos los matices que puede conllevar una noche de semejantes
características. Quedó impactado por el olor tan intenso que impregnaba el
ambiente con un aroma floral anormalmente variado e inusual que le hizo sentir
como en un jardín donde se mezclaban todos los perfumes de las flores,
atrayéndole a abstraerse en pensamientos oníricos, en sueños imposibles de
realizar que distendían su agarrotada musculatura y conseguían sumergirle en
recuerdos templados en los cuales sus latidos percibían el femenino eco sedoso
que calmaba los restos de su alma salvaje. Era extraño percibir aquellos olores
en medio de la nieve. En medio de ninguna parte. De nuevo volvió a pensar que
le estaban engañando sus sentidos como ocurrió durante la mañana, pero era un
aroma real y perceptible, y hermoso. Estuvo contemplando la aurora boreal
vanagloriándose de hechos que él no había logrado conseguir. Pero aquí, donde
nadie le podía replicar, eran suyos y de
nadie más.
Comenzó a sentirse incómodo. No encontraba explicación para ello, pero
una enigmática huella evocadora que salía de su interior le decía que algo iba
mal. ¿Pero qué? Todo iba rodado. Sentía estar viviendo la noche más
extraordinaria y prodigiosa de toda su vida. Nunca había percibido una alegría sensorial tan evocadora
y no quería que terminara con un regusto agridulce, pero la alerta sensitiva
era completamente real: en medio de aquel perfume floral podía distinguir una
sibilina fragancia nada agradable que alteró sus sentidos y los puso en alerta
haciendo que su mente cayese en un profundo terraplén repleto de zarzas y se
enfrascase en un desigual combate entre la negatividad ampulosa y el optimismo
vacuo, lo cual no le satisfacía grandemente: era un aroma almizclero que se le
pegó al cielo de la boca y terminó por descarnar la garganta en su infecto
recorrido. Era tenebroso, oscuro y ladino su influjo, y conseguía transmitirle
la desagradable representación de verse caer por un acantilado sin fondo,
cicatero y putrefacto, carente de humanidad y compasión. Todo aquel bebistrajo
estaba presente en medio de tan sublime esplendor sensorial: “¿De dónde sale esta peste?” Se preguntó
encrespado. Su pútrida influencia era cada vez más perceptible y optó por
refugiarse en su fortín particular, dónde pensaba que no llegaría aquel hedor
ponzoñoso. Dentro, todo parecía normal. Ni siquiera miró al exterior cuando
atravesó entre los hinchados marcos que le recibían y le despedían cada vez que
abría o cerraba la puerta. Pensó que sería algún animal pudriéndose: “¿En medio de tanta nieve?” Decidió olvidarlo
y clausuró todas las ventanas queriendo olvidar cualquier ligera conjetura que
le llegase a indicar qué podía ser.
En el exterior, la calma aparentaba dominar la situación. La
temperatura bajó repentinamente y aunque el viento fuese imperceptible, la
sensación térmica hizo que los álamos ululasen lastimeramente, haciendo crujir
sus maltrechas ramas. El mar asemejaba a una balsa: sereno y con apariencia de
candidez, desde la lejanía invitaba a pasear por su orilla. Pero todo era
diferente. No había nieve en la playa y se encontraba completamente infectada
por las quejumbrosas flores escarlatas en forma de corazón de olor intenso y
profundo, tan espeso que parecía arrastrarse sobre el suelo con sus ilusorios
pies y manos, dando la impresión de que se escuchase su avance, se oyesen sus
gemidos semejantes a palabras: frases sin sentido que no llevaban a ningún
sitio y que no eran comprensibles, pero cualquiera que las lograse escuchar
sabría que algo malicioso se acercaba. Algo imperfecto. Algo tan complejo que
nadie jamás lo hubiese imaginado. Se podía llegar a percibir por los cinco
sentidos y en la orilla del mar, aquella noche, parecía estar bailando un tango
de la muerte con el entorno. Junto al muelle se escuchaban susurros y allí
crecía una nueva planta que quedaba impregnada del olor ponzoñoso y se unía a
las demás, mutando y deformándose hasta parecerse a una nociva marea carmesí
que cubría toda la superficie del litoral y comenzaba a escalar por la empinada
escalinata, y que resplandecía amenazadoramente en la oscuridad, logrando
ahuyentar el verdoso y poético fulgor de la Aurora Boreal.
Comentarios
Publicar un comentario
Su tabaco, gracias.