El vetusto y oxidado despertador Junghans de fabricación alemana bramó
a las siete de la mañana y Estanis lo arrolló con su mano derecha de manera tan
violenta que casi lo envía a la otra punta de la habitación. Se sentó en la
cama y comenzó a mirar a su alrededor intentando aclimatarse a su nuevo espacio
vital. Tras varios minutos de adaptación al entorno, salió al salón y se
encaminó al cuarto de baño. Para él, fue todo un poema verse reflejado en el
espejo con cara de pan, ojos torneados y con ese líquido viscoso y transparente
haciendo que caía de la boca pero sin terminar de hacerlo. Llegó a pensar que
esa cálida y pringosa amalgama de productos bucales no era fruto de su
imaginación, y que realmente era una cascada de placer intenso que saltaba de
su boca en un suicidio sublime, pero la cobardía, o el afán de supervivencia,
hacía que se pegase a su cara y tuviese que sacrificarla: “Agua sobre ella y ahí quedó para siempre.”
Terminó de asearse y se dirigió
a la cocina. Entre el desorden del primer día logró dar con un paquete
de café de la variedad Angola, tal y cómo pidió, y preparó una doble carga en
la vieja cafetera Wmf de acero inoxidable de fabricación alemana en la cual aún
se podía intuir una cruz gamada tallada en el desgastado mango de madera. Entre
los alimentos empaquetados dio con un paquete de Oreos y lo dejó sobre la mesa
justo cuándo la cafetera comenzó a resoplar y a perfumar la cocina con el
cálido aroma cafetero que desprendía. Abrió el armario que estaba encima del
fregadero y entre las tazas logró escoger una donde Scooby-Doo corría sacando
la lengua al querer comerse un enorme pastel de arándanos que Shaggy portaba
con cara traviesa. La llenó hasta la mitad y al apretarla dijo: “Tú y yo vamos a pasar mucho tiempo juntos.”
Y sonrió a la vez que sorbía un pequeño trago del néctar del nerviosismo.
Mordisqueó una galleta y tras meditar en la faena que haría durante su primera
jornada, se puso en pié y decidió salir al exterior.
Todavía llevaba la taza en la mano cuando abrió la puerta y una mañana
radiante le saludó. Hacía algo de frío, pero a esas horas siempre refresca sea
cual sea la estación y el lugar del planeta. Volvió la vista atrás y observó
como el reloj que estaba encima de la mesa, entre la puerta de la cocina y la
del aseo, marcaba las ocho menos diez. Sin perder tiempo marchó a la habitación
y se cambió de ropa rápidamente. Agarró un anorak del armario y se lo acomodó
sobre el hombro izquierdo mientras se acercaba al escritorio. Abrió el cajón
superior de la derecha y cogió una tablilla y un lápiz: aunque la oficina
meteorológica situada sobre el pupitre recibiera todos los datos transmitidos
por los utensilios de medida situados en el jardín meteorológico del exterior
de manera automática, debía recoger las cifras de medición manualmente por si
ocurría algún error inesperado, de esa manera, cualquier fallo quedaría
cubierto. Eran las ocho en punto cuando salió al porche y se encaminó al
medidor. Su ex siempre le decía que era una persona bastante maniática y aquí,
pese a no haber nadie observándole, no iba a cambiar su comportamiento. En
cuanto bajó el último escalón de los tres que conformaban la escalera de
entrada al porche, enfiló su cuerpo en dirección a la garita de medición y
contó los pasos que iban hasta allí: “Uno, dos, tres...” Diez pasos
exactamente, ni uno más ni uno menos. Llegó al sitio en cuestión y recogió las
primeras mediciones producidas durante la noche: desde las 22:00 del día
anterior a la hora que se encontraba, la temperatura osciló entre los 8ºc y los
2ºc, siendo la actual la temperatura más alta. Tras anotar los datos en la
tablilla regresó a la cabaña, notando como el frío le atenazaba y le invitaba a
regresar. Se abalanzó sobre el ordenador y envió las primeras mediciones a la
dirección de correo que le habían dado en Weatherco, a razón del Sr.
Masfurroll, aquel individuo pestilente que le impartió el cursillo más breve
que jamás le habían dado y que él no hubiese soportado durante más de los
quince minutos que duró. Aprovechó la ocasión y mandó algunos correos a sus
amigos Miguel Bernaus, su colega desde el parvulario, y James Withmore, el
diplomático que conoció en aquella surrealista fiesta a la que no le habían
invitado, indicándoles las peripecias del viaje y las agradables vibraciones
que le había producido la isla donde se encontraba.
Tras el breve intervalo de tiempo comunicándose con sus antiguos
compañeros de correrías y actualizando su cuenta de correo, comprobó que el
desfase horario cuando entraba en Internet no se amoldaba a la realidad: “¡Ya
llevo dos horas!”, exclamó arzobispado. Se dirigió a la despensa y comenzó
a organizar los alimentos por categorías en las diferentes estanterías: las
conservas de pescado en el estante superior de la derecha y las de carne en la
sección inferior del organizador. En el departamento al fondo de la alacena, en
el reposadero central, colocó las latas de comida preparada y justo encima de
ellas los sacos de alubias y garbanzos. Siguió ordenando la despensa y la
cámara de congelación durante lo que quedaba de mañana mientras retumbaba por
toda la casa el Made in Japan de los Deep Purple, una y otra vez
sin descanso, como las hélices del helicóptero de la empresa cuando le dejó
sobre el destartalado campo de fútbol en Stakkvik a pocos metros del muelle en
el cual le esperaba el Alexandra.
Realizó la tarea con tanto brío que justo antes de la hora de almorzar
ya había finalizado de ordenar todos los productos. Pero no tenía demasiada
hambre. Cogió una lata de lentejas con chorizo de la parte superior de la
estantería de la derecha, y la calentó al baño maría durante quince minutos.
Mientras se preparaba su frugal comida, se fue al home cinema y cambió el disco
que, por mucho que le gustase, ya le estaba destrozando los nervios. Decidió
poner algo más relajado y no encontró nada mejor que Thomas Dybdahl. La
sensibilidad de éste músico noruego relajó su mente e hizo que se olvidara del
cansancio acumulado. Regresó a la cocina y apartó las lentejas en el primer
plato hondo que encontró en el armario sobre el fregadero. Se sentó a la mesa y
comió con pausa, cómo los niños ralos que intentan enfadar a las madres, sin
dejar de darle vueltas a una idea que le turbaba. Era una historia que le vino
a la mente durante el viaje de Oslo a Tromsö mientras dormitaba.
Dejó la comida casi entera sobre la mesa. Se dirigió a la coqueta
oficina situada bajo la ventana que quedaba justo encima del sillón balancín
del porche, y se sentó en la silla giratoria Craftsman de madera de
roble con el asiento tapizado en piel negra que reposaba frente al escritorio
de madera de roble barnizado en tono chocolate. Encendió el monitor LCD
de dieciocho pulgadas del azabache PC, y se dispuso a desarrollar el
hermoso planteamiento que le había surgido durante cucharada y cucharada de las
insufribles lentejas de lata: Era la historia de un abogado corrupto que sufre
varias perdidas anímicas importantes que le hacen cambiar de comportamiento y
abandonar su trabajo en un gran bufete para irse a vivir a una comuna hippie en
el pirineo catalán, dónde conseguiría dar sentido a su vida. Desde las 15:30
hasta las 18:00 no tenía deber alguno a cumplir excepto centrarse en la
motivación principal que le había llevado hasta aquel remoto paraje. Así que,
sin entretenerse demasiado en superfluas divagaciones, comenzó a describir los
personajes y los lugares donde se desarrollaría la trama.
Eran las 17:50 de la tarde y sólo había logrado definir el argumento,
y no había quedado demasiado satisfecho con ello. No podía con los diálogos. No
le salían. Ni una sola frase, y las localizaciones se habían ido diluyendo en
su lóbulo occipital, al igual que un azucarillo al recibir el agua fría para
endulzar el amargo paladar del hada verde, sumiéndole en un vacío imaginario
recurrente y fastidioso. Comprobó de nuevo la hora en su elegante y sobrio
reloj de pulsera Davis Pointer en acero matizado con el dial negro, regalo de
despedida que le hicieron los compañeros de trabajo en la revista Redundancia,
en la cual ejerció las labores de periodista especializado en investigar las
referencias metafísicas incluidas en las teleseries de ámbito nacional durante
cuatro años. Se incorporó y asió la tablilla para anotar las mediciones y tras
ponerse el anorak que utilizó durante la mañana, salió al porche memorizando
instintivamente cada zancada que daba: “Tres
pasos de la puerta a la escalera, tres escalones y diez pasos hasta el jardín meteorológico.”
Repitió con insistencia. Anotó las cifras acumuladas en el termo higrógrafo
durante el transcurso del día, dónde la temperatura osciló entre los 6ºc y los
14ºc, siendo de 8ºc la temperatura en el momento exacto del registro sobre el
papel. Regresó a la cabaña y envió los datos al exclusivo Sr. Masfurroll: el
mismo que casi le revienta los tímpanos con su abultada potencia de voz. Se
desprendió del anorak sintiendo una frialdad sibilina que agarrotó los músculos
de su región dorsal, haciéndole estremecer. Se acercó a la chimenea y le añadió
varios troncos de abedul que cogió del departamento situado a la derecha de
ella. Agregó un poco de yesca y encendió un cálido fuego que rápidamente caldeó
la estancia.
En el ordenador pitaba un mensaje de la central. Lo abrió y pudo leer:
“Parece que ya conoce
el funcionamiento de todos los aparatos de medición. Los datos han llegado
correctamente. Le enviamos un cordial saludo y esperamos que todo continúe
yendo perfectamente.
Atte.
D.
Adrià Màs Mateu”
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Su tabaco, gracias.