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El ojo muerto: Ilusión (1)


“Los celos sólo conllevan malos momentos y en algunos casos la locura. A pesar de todo es un mal menor que hay que saber aceptar y  vivir con ellos, aún arriesgándose a sufrirlos.” Esta era la frase que el detective Hawk le dice a su compañero cuando éste le pregunta por qué siguen persiguiendo a una persona que no es sospechosa, uno de los momentos culminantes de su nuevo guión: “Celos”, dónde contaría la vida de tres personas desconocidas entre ellas que acabarían entrelazando sus caminos debido a una fatídica casualidad y sus sentimientos comunes; los celos que poseen sobre sus parejas y la investigación del asesinato de una persona relacionada con las tres partes. Ya lo tenía encauzado y había logrado escribir más de treinta escenas.
Era una mañana pletórica. Estaba eufórico. Mientras tomaba el café sin dejar de juguetear con la silueta del Scooby-Doo de la taza, meditó sobre el final de la fábula, así decidió llamarla, y de reojo comenzó a mirar al exterior: Hacía una mañana de niebla. Demasiado densa y con un color amarillo anaranjado extraño y más natural de Londres que de una isla dentro del círculo polar. La singular impresión se agravaba al notar con claridad la textura y pigmentación de la boira en la supuesta oscuridad dominante, aunque todo puede pasar en este mundo donde el hombre ha metido tanto la mano que le hace pensar que el único Dios que existe será el que los grandes terratenientes del planeta quieran crear.
Siguió tomando el café  ojeando los e-mails que había recibido con parsimonia, fijándose en uno que le llamó bastante la atención: “LA SALVACIÓN ESTÁ EN LA RAZÓN” Anónimo, de los muchos que corren por la red, pero al enviarlo a la papelera saltaba un nuevo mensaje: “NO HAGAS CASO A TUS SENTIDOS” , y al borrar éste último uno nuevo le hizo quedarse boquiabierto: “COMPRA EN HUCK’S” ¡Era un jodido anuncio! De esos que hay que tragarse sí o sí, y maldecir todo lo que fuese posible contra la dichosa empresa que realizaba aquellas bromas sin gracia. Se serenó y sonrió ante su reacción paranoica, ya que durante unos instantes llegó a pensar que podía ser algún gracioso de Weatherco gastándole una broma para imaginar la cara que podía poner en su retiro solitario al recibir tan psicótico correo.
Se abrigó hasta los dientes, daba la impresión de hacer bastante frío, y se puso la añeja máscara antigás que se balanceaba juguetona en el perchero tras la puerta de entrada porque pensó que para que la fosca fuese de ese color debía ir impregnada de algún tipo de producto tóxico o algún compuesto oxidante, y aunque no en una cantidad capaz de producirle algún trastorno o afección a la salud, a él le apetecía ponerse la careta. Era algo que quería hacer desde niño y aquí nadie se lo iba a impedir. Salió al exterior. No era capaz de ver nada a menos de un metro a la redonda. Era la niebla más densa que había contemplado en su vida y le pareció hermosa, a pesar del efecto depresor y agobiante que  habitualmente solí producir dicho fenómeno atmosférico. Siguió andando y bajó los tres escalones escuchando el crujido de las tablas bajo sus pies. Con mucha calma continuó el camino hacia la garita de medición: eran diez zancadas, contadas una y otra vez sin error posible, que se le hicieron eternas. La angustia le asaltó vertiginosamente: había contado los diez pasos y no se había topado con la verja del jardín meteorológico. El sudor anegaba sus manos y su visión, nublada por el vaho que empañaba la máscara, no conseguía atisbar el medidor. La respiración se le entrecortaba y acrecentaba la sensación de ahogo la opresión producida por la careta que diseccionaba el aire entrante haciéndolo plomizo y enrarecido. Pero tenía que estar ahí, justo donde se encontraba, junto a su estirado brazo derecho portador de la longeva lámpara férrica incapaz de romper la anaranjada calígine. Se detuvo y miró al derredor. Palpó frenéticamente sin lograr toparse con algún obstáculo tranquilizador: “¡Qué coño pasa!” Exclamó aturdido. Volvió sobre sus pisadas. Una, dos...así hasta diez, pero no  consiguió tropezar con el primer escalón de la chirriante escalera: “¡No está!” Bramó desconsolado: No la encontró a los pasos que él había contado a diario durante los últimos cuatro meses sin cometer el más mínimo error en sus cálculos, y eso le puso más nervioso, le exaltó de tal manera y le produjo tal pánico que decidió achantarse. Se agachó metiendo la cabeza entre las piernas y al borde del bloqueo total, comenzó a cantar una canción que centrase sus ideas dentro de aquel mareo industrial, pero la que cantó le turbó en vez de tranquilizarlo: “Black hole sun,won't you come…¡Vaya tema ha ido salir!” Dijo tembloroso.
Pasaron diez minutos eternos y la niebla comenzó a disiparse dándole una visión más nítida de lo que sucedía a cuatro metros a su alrededor. La sorpresa fue mayúscula y el escalofrío que le recorrió casi le desencaja la columna ante la magnitud de su fuerza: se encontraba agachado justo al lado de la verja de entrada al jardín meteorológico, a menos de un palmo, y a esa distancia debería haberlo visto. Se quedó extasiado. Sin saber que hacer. Buscando una explicación lógica al desaguisado sensorial que acababa de vivir, pero no era capaz de encontrarla. Miró al suelo y de nuevo se sobresaltó al comprobar que sólo había un camino de huellas sobre la nieve, las que comenzaron al final de la escalera y lo llevaron hasta la ubicación que ocupaba en ese instante, lo que hacía impensable lo que el creyó una realidad: qué había andado hacía atrás; qué había vuelto sobre sus pasos y qué si debía estar agachado en algún lugar era junto a la escalera y no en el emplazamiento desde el cual contemplaba atónito a la tan inquietante demostración física de no haber hecho lo que creyó hacer. No era posible. Si lo sucedido y asimilado por su mente no había ocurrido, sólo le quedaba una explicación plausible: el ataque de ansiedad, provocado por la inhalación de oxígeno empobrecido a través del morro de cerdo de la sexagenaria máscara antigás, unido a la carencia casi completa de la percepción visual al estar empañados los cristales de dicha careta, a lo que había que añadir la espesa niebla anaranjada, la noche ártica y la miserable lumbre de la lámpara de Ruhmkorff, le hizo creer que volvió sobre sus pasos cuándo, realmente, lo que hizo fue quedarse agachado e imaginarse que lo hacía y, al regresar de la pueril psicopatía, resultó encontrarse junto a la cabina de medición. Una espantosa sensación le rondó repentinamente, le turbó y le hizo estremecer haciendo crujir sus articulaciones emitiendo unos chasquidos similares a los producidos por los escuálidos álamos temblones en su continua elegía. Recogió los datos nerviosamente, anotándolos una y otra vez hasta conseguir hacerlos inteligibles a su propia lectura: “Ni siquiera logro entender mi propia letra.” Dijo estupefacto y ostensiblemente alterado, corrió al resguardo de la, ahora sí,  diáfana cabaña, meditando seriamente sobre la posibilidad de estar desarrollando algún tipo de trastorno esquizofrénico aparecido súbitamente y activado por las condiciones extremas de soledad y los continuos sobresaltos sensoriales que vivía a diario. Llegó a la puerta y la abrió. En el instante que entró, escuchó un diáfano gemido burlesco. Esperó unos segundos pero el rumor no se repitió y cerró la puerta rápidamente, asaltado por la inestable incertidumbre. Corrió a la cocina y agarró una botella de Williams Lawson de la encimera. Cogió un vaso del escurridor y lo llenó hasta la mitad bebiendo de manera nerviosa de un solo trago. Volvió a llenar el recipiente y sintió como el corazón le decía que había algo que nunca sería capaz de dominar: parecía como si se le llenase hasta casi reventarlo, y todo el contenido saliese repentinamente en un suspiro angustioso. El whisky no le calmó, pero le hizo pensar menos. Sintió frío y se dirigió a la chimenea para entrar en calor. Se tumbó sobre el sofá granfort color chocolate y estiró su cuerpo con vigor intentando desentumecer los agarrotados músculos, excepcionalmente tensos ante el pánico que sufrió minutos antes, lo cual hizo que se mostrase con toda su fortaleza el estrés acumulado que sufría a diario debido a su incapacidad para acercarse al objetivo que se planteó durante el asfixiante mes de agosto en su zulo de la calle Talleres, y le produjese una tensión dolorosa extra enojosamente desagradable: “Estoy deseando que llegue el 1 de Marzo. Necesito una juerga o mi mente las buscará por su cuenta y eso es malo, bastante malo.”
En el exterior, una algarabía grotesca, asemejando a un grupo de personas que riesen alguna broma cruel, parecía alejarse junto a la niebla. Era una barahúnda sardónica que manifestaba una fijación verbal hacia Estanis. El recochineo de un ente etéreo que aquella mañana había jugado con él y le había hecho bailar y llorar sobre la nieve, y en su estratégico repliegue alentaba a las flores que seguían creciendo, emitiendo grandilocuentes gemidos preventivos, liberando perfumes cada vez más intensos e invadiendo sin remisión la plataforma dónde la nieve desaparecía rápidamente dando paso al acre manto rojizo mientras que del cítrico cielo difuso no cesaban de desprenderse una infinidad de semillas rojas fluorescentes que caían sobre el raquítico manto níveo, zambulléndose en él y horadando el abrupto suelo, y germinando con ferocidad inusual, emitiendo graznidos inarmónicos al desplegar sus escarlatas corolas al confuso céfiro que acaudillaba al plomizo polen, obligándolo a introducirse por las escasas rendijas del hermético bohío.
Estanis permanecía ajeno al escalofriante ajetreo externo confinado con todas las ventanas cerradas en su bienhechora guarida y absorto en un nuevo plan fílmico: “La ilusión se encuentra en todo lo que te lleva a ella. No pienses que porque sea más o menos aplaudido dejará de ser menos ilusionante.” Era una frase de José Luís Ramos, el protagonista de Esplendor, la historia de un actor que intenta abrirse camino en el mundo del celuloide costase lo que costase y sin derribar ninguna de sus ilusiones. Era una idea que parecía coherente y que ya le había hecho olvidar al desalentado detective Hawk. Pensó que todo saldría sin pestañear y terminaría al menos un guión para mandárselo por Internet a su amigo Miguel y decirle: “¡Eh!, ya he terminado un guión. ¡Ahí lo llevas!, y tengo tres más. ¿Ahora qué?” Esa fanfarrona percepción venidera le hizo rememorar enorgullecedoras coyunturas precedentes. Como cuándo en el muelle de Barcelona logró divisar el volátil y quebradizo rostro de Berta con las mejillas tornasoladas por la flemática caminata entre el hacinamiento de turistas parsimoniosos que la ruborizaban con el atosigante efluvio que desprendían sus sudorosos cuerpos durante aquel agobiante crepúsculo estival. Nunca creyó en el amor a primera vista, pero aquella tarde, mientras en su boca aún permanecía el delicado sabor de la pitahaya que ingirió minutos antes, su cuerpo vibró, y aquí, desamparado en el remoto islote lovecraftiano, añoraba aquella nostálgica instantánea. El amor le llamó en el momento más inesperado y también le noqueó despiadadamente poco después: fue una semana antes de partir hacia Oslo. Regresó a casa y encontró a Berta en la cama con su ex: aquel redomado palurdo que aparentaba ser quien no era. Aquel día decidió alejarse de ella. Echarla de su casa y no volver a verla jamás. Aquella situación le dejó decaído y enfadado con el mundo.

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