Estanis se incorporó y oteó lo que sería su hogar durante los
siguientes tres años: El atracadero era tan pequeño que en él sólo podía
fondearse un barco. Bajo él, una pequeña playa de unos diez metros de anchura,
y apenas dos metros de profundidad, toda llena de piedras, no incitaba a
bañarse ni a pasear por ella.
El Alexandra llegó al muelle y atracó. El capitán amarró la gúmena a
la escuálida bita del minúsculo desembarcadero. Estanis bajó del barco y
corroboró que había unas escalinatas naturales, de unos diez metros de altura,
que separaban la playa de la plataforma dónde debía encontrarse la cabaña.
Subió por las escaleras mientras el forzudo noruego y su enjuto
ayudante bajaban las provisiones y las iban dejando en el muelle sobre una
enorme transpaleta eléctrica, un costoso prototipo el cual poseía un
dispositivo hidráulico capaz de elevarlo hasta los veinte metros de altura y,
además, contaba con un apéndice desmontable con ruedas para desplazar la carga
hasta la cabaña: “Regalo de su jefe Sr. Ibarra, por lo visto no le duele el
bolsillo.” Le dijo Ola Günnar.
Llegó a la cima de la plataforma y se detuvo a contemplar el desnivel
existente, quedándose pasmado y angustiado ante la caída libre que apreciaba.
Pisó con firmeza el estrecho sendero empedrado perfectamente nivelado, y alzó
la vista y contempló el acicalado bohío frente a sí: era una estructura
totalmente hecha de madera de roble, de dimensiones grandes pero no
desmesuradas que denotaban una construcción que había sobrevivido durante
décadas manteniendo la misma distribución, a excepción del lateral de la
vivienda ubicado en el lado izquierdo del edificio, dónde se podía intuir la
adición de una estructura más reciente: “Los nazis estuvieron en esta isla.
La utilizaron no sé exactamente para qué.” Le comentó el capitán Gómez
sobre ella durante sus desconcertantes monólogos. A la izquierda del camino se
hallaba el cobertizo dónde debería encontrarse la leña y, justo frente a él, el
jardín meteorológico de unos nueve metros cuadrados de superficie. Estanis lo
observó con detenimiento y comprobó que estaban todos los accesorios que le
mostraron antes de su partida: “Hay está la casetilla para pájaros.” Y
sonrió al recordar la canonjía del achaparrado Sr. Masfurroll: “Cómo vuelva
a decir casetilla para pájaros del puntapié que le doy lo mando a la isla sin
escalas. Se denomina garita, casilla o abrigo meteorológico. ¡Queda claro! Sempre em toquen els mes maldestres cony.” Retuvo aquella situación mientras levantaba
la vista para atisbar tras la cabaña, a escasos diez metros, una reducida
alameda formada por no más de veinte escuálidos álamos temblones que movían
cadenciosamente sus hojas amarillentas a merced del viento.
Estanis
continuó escudriñando el lugar tratando de hacerse con las distancias. Rodeó el
jardín meteorológico y se dispuso a entrar en el destartalado cobertizo de
madera. Abrió las puertas que chirriaron quejumbrosas, y las dejó completamente
abiertas para que la atemperada claridad del atardecer nórdico le permitiese
observar en la penumbra de aquel desvencijado edificio. La primera impresión le
condujo a taparse la nariz: un hedor cetrino cargado de humedad dominaba el
descompuesto almacén. Sus enmohecidas tablas crujían ante la tímida brisa
vespertina como si las estuviese zarandeando un exacerbado temporal, y la
instalación eléctrica parecía estar fuera de servicio. El hangar estaba repleto
de leña de abedul, y junto a ella, alrededor de cinco bidones de cincuenta
litros de gasoil para alimentar al grupo electrógeno que se hallaba en las
inmediaciones de la estructura, aunque sólo sería necesario si fallaba la mini
central eléctrica que se observaba a la derecha de la isla, junto al
acantilado, y que, según le contó el contundente Sr. Masfurroll, se abastecía
del agua del mar de Barents: “La pequeña central le concederá el suministro
eléctrico necesario. Es curioso que pudiesen hacer semejante estructura hace
más de sesenta años y todavía siga funcionando. Realmente curioso.” Recordó
aquellas palabras y prosiguió con la
pesquisa, deteniéndose junto a un oxidado botiquín de primeros auxilios en el
cual destacaba la cruz roja en un frontal y el lema Verbandkasten. Lo abrió y
comprobó que estaba perfectamente equipado: “Parece que han adelantado
trabajo y trajeron los medicamentos que me comentó la Srta. Ruiz.” Su falta
de conocimiento del alemán no le impidió reconocer el emblema nazi grabado en
los tapones de los barriles de combustible, en el cual se podía leer la palabra
Kriegsmarine. Se sorprendió al comprobar la antigüedad de los utensilios que
veía, más aún después del gasto en la transpaleta, pero pensó que si eran
útiles, no había por qué desecharlos.
Abandonó el húmedo recinto y se encaminó hacia la cabaña. Se detuvo al
pie de las escaleras y observó el alargado porche: en la parte derecha, un
sillón balancín de madera de roble, con capacidad para dos o tres personas,
colgaba del techado por mediación de unas gruesas cadenas de hierro, quedando
su respaldo por debajo de un ventanal de dos metros de ancho. En la parte
izquierda, una estrecha ventana le confirmó la impresión de que su próximo
hogar estaría bien iluminado. Golpeó con sus nudillos en el pasamano y puso el
pie derecho sobre el primer escalón de los tres que conformaban la diminuta
escalinata, notando un chirrido al tomar contacto con él. Se detuvo, se
balanceó sobre la estructura y cercioró su firmeza pese a los chirriantes
quejidos. Alcanzó la cima de la serrada cuesta y se giró tratando de otear el
muelle desde tan privilegiada posición, pero resultaba imposible contemplarlo:
la empinada pendiente y la distancia de cien metros desde el borde del
acantilado hasta la vivienda, hacían imposible su apreciación. Respiró
profundamente, embutiéndose de la paz y
armonía que albergaba la isla, interrumpida levemente por las lejanas voces
noruegas de sus compañeros de viaje descargando las provisiones.
Se quedó unos minutos parado disfrutando de la agradable sensación,
cuando empezó a notar una inesperada frialdad que se adueñaba de su cuerpo. A
pesar de ser todavía verano, el más caluroso de los últimos cien años según le dijo Ola Günnar, el sentía tanto frío
que le hizo temblar. “Dios, si parece que
estamos en Invierno.” Se dijo, y sin más dilación entró en la cabaña, la
cual le produjo una primera impresión cautivadora: Era un lugar amplio, cálido,
y acogedor. Frente a la puerta se encontraba una mesa camilla y dos sillas de
madera de pino barnizadas en tono chocolate. A la izquierda de la mesa estaba
el cuarto de baño, alicatado con azulejos marrones y con las losetas del mismo
color. A la derecha, estaba el que sería su dormitorio. Entró en él, accionando
el interruptor, y una austera bombilla le permitió observar con detenimiento la
habitación: una cama de cuerpo y medio sin cabecero dominaba el fondo del
cuarto, junto a ella, una sobria mesita de noche que Estanis se apresuró en
alejar del catre. En la pared a la izquierda de la entrada, se hallaba un
armario de pino, de dos metros de largo por dos de altura y unos setenta
centímetros de fondo, barnizado en el mismo color que los muebles hallados en
el recibidor. Constaba de dos puertas dobles, y dos cajones en la parte
inferior. Todo estaba hecho sin demasiados alardes estéticos, pero desprendían
comodidad.
Abandonó el aposento y avanzó hacia el salón, topándose con el sofá
granfort de piel color chocolate, algo avejentado pero que transmitía la
impresión de ser bastante cómodo. Frente a él reposaba una coqueta mesa baja
rectilínea con la misma tonalidad, que se mantenía a una distancia prudencial
de la pedregosa chimenea. A cada lado de ella había unos estantes hechos de
piedra. En la parte de abajo, se encontraban varias cargas de leña de abedul en
unos reducidos departamentos. En el estante superior de la izquierda estaba un
radiotransmisor marca Hf Kenwood Ts-430 y en el de la derecha, un home cinema
Philips color negro con dos altavoces, uno en cada balda, y un subwoofer
pendiente de ubicación. Sobre la repisa del llar, se hallaba el televisor de
plasma de cuarenta pulgadas. Estanis se extrañó al verlo tan pegado al cañón y
se acercó. Lo observó detenidamente y comprobó que estaba aislado térmicamente
para no dañar los aparatos eléctricos. También se fijó que de la chimenea
salían pequeños tubos que se alargaban por toda la casa y que, seguramente,
calentarían las estancias: “¡Qué curioso!” Exclamó, y continuó con la
exploración. Giró sobre sus pasos y bajo el ventanal tras el cual se hallaba el
sillón balancín del porche, halló el que sería su principal lugar de trabajo
durante los tres años que debía permanecer en aquel remoto islote: un rústico
escritorio de madera de roble barnizado a juego con los demás muebles
encontrados en la vivienda, de casi dos metros de largo por setenta centímetros
de ancho, que disponía de tres cajones superiores, un hueco central para
acomodar las piernas y dos departamentos laterales. Sobre él, se hallaba el
monitor LCD de dieciocho pulgadas, la torre del PC y sus accesorios, y la
antena que recibiría los datos de la estación meteorológica. Se acercó y
desplazó el sillón giratorio de debajo del extenso pupitre. La silla le llamó
poderosamente la atención: era una Craftsman Swivel de madera de roble con el
asiento tapizado en piel negra. Las baldas y los brazos de madera le daban un
aspecto elegante y clásico. Una auténtica joya que parecía sacada de la última
película de John Wayne. Mientras deleitaba sus recuerdos pueriles de sábados
por la tarde visionando westerns en technicolor, irrumpieron los
noruegos vociferando, cargados con todas las provisiones y enseres, y se
dirigieron hacia la cocina para ordenarlas y meterlas en la despensa y la
cámara de congelación.
-
¡Eh!,
Sr. Ibarra. Dónde le dehamo la ropa: ¿Aquí mismo en el salón?
Estanis asintió y se dirigió a la cocina dónde Lars ya había metido
todos los productos congelados en la cámara de congelación y llegaba cargando
los alimentos que había que ordenar en la despensa.
La cocina era simple, pero bien montada. A la derecha, tal y como se
entraba, estaban el fregadero, los calentadores de gas, el horno, así como una
serie de armarios de aglomerado sobre ellos, en lo cuales se hallaba el menaje
para la cocina. A la izquierda una pequeña mesa de cocina de madera con dos
sillas. Al fondo había tres dependencias: en la de la izquierda estaba el
cuarto lavadero de 1x1x1 con la lavadora y una secadora. En el centro estaba la
cámara de congelación de 2x2x2 lacada en gris metalizado. El cuarto más a la
derecha era la despensa, de dos metros de alto y fondo y uno de ancho, donde
guardaría todas las conservas y productos empaquetados que Lars había ido amontonando
dentro de ella sin orden ni concierto. Además, entre la alacena y la cámara de
congelación se hallaba un robusto y vetusto frigorífico Kristall de fabricación
alemana en tono crudo.
Giró sobre sus pasos y miró al sonriente capitán noruego que portaba
en sus manos dos latas de Heineken y le ofreció una.
-
Bueno,
mi misión ha terminao aquí. Brindo por que to le vaya bien Sr. Ibarra.
Y se bebió la cerveza de un solo trago, chascando la lata y lanzándola
sobre el fregadero.
-
Le
deseo suerte y que haga musha amistade aquí. ¡Ja, ja, ja!
Le dio un fuerte apretón de manos y sin más, llamó en noruego a su
ayudante y tomaron camino al Alexandra con paso firme y sin dejar de
lanzar atronadoras carcajadas.
-
Adió
amigo, me gustaría quearme más tiempo pero llega un temporal y mis hijo esperan
en casa. ¡Ja, ja, ja!
Estanis se tuvo que reír y no dejó de observar a la pareja que se
alejaba hasta que los perdió de vista. Esperó unos minutos hasta que vio como
el Alexandra apareció en el mar alejándose sin remisión, dejándole solo
con sus pensamientos.
Regresó a la cabaña y comenzó a ordenar todo lo que tan
embarulladamente le habían traído. La noche estaba desplegando su oscuro manto
afilado y le pareció maravillosa. Buscó afanosamente su colección de discos. Se
dirigió al home cinema y decidió poner el Evil Empire de los Rage
Againts The Machine. Pensó que con la fuerza que desprendía ese álbum se le
haría más liviana la tarea, y así fue,
antes de que hubiese terminado el último tema ya tenía toda la ropa ordenada en el armario de la habitación.
Se dirigió a la cocina para ordenar la despensa y se detuvo un
instante al escuchar un lastimero ruido procedente del exterior. Salió, pero no
se volvió a repetir el quejoso sonido. Pensó que pudo ser la bocina del Alexandra
que ya no se veía. Volvió a la puerta y tras mirar varias veces, notó un
desconcertante escalofrío y regresó al resguardo de su nuevo hogar, donde los
histriónicos acordes emitidos por Tony Morello mitigaron cualquier percepción
opresiva.
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Su tabaco, gracias.