“ A veces pienso que la
soledad no forma parte de estar solo. La soledad interna es la que realmente te
acaba derrotando.
13 de Febrero
Diario de
Estanis Ibarra”
Odiaba el sobresalto mañanero que le producía el inarmónico bramar del
oxidado despertador alemán Junghans cuándo hacía crepitar su añeja campana
metálica, sacudiéndose frenéticamente y manteniendo su voluminoso e irritante
tic-tac tras conseguir detener el descompasado baile. Lo aborrecía. Sabía que
detrás de cada nueva alarma permanecía agazapada una jornada indescifrable y enigmática, y
aunque tuviera consciencia de todo ello y su ofuscada psique lo catalogara cómo
anormal, en lo más recóndito de sus archivadores neuronales deseaba que fuese
real. Llevaba varios días sin saber a que atenerse y eso le turbaba, y le hacía
pensar en tiempos mejores. Su imaginación no le conseguía dar ideas idóneas
para transcribirlas, y el ambiente monótono y continuo le agobiaba,
petrificándole. La cabaña resultaba acogedora y agradable y el exterior,
indómito e impredecible.
Se deslizó hacia la cocina, arrastrando las babuchas ruidosamente por
el chirriante entarimado, y con desidia abrió el armario dónde guardaba el café
de la variedad Angola y se dispuso a preparar una carga extra en la
vieja cafetera alemana Wmf de acero inoxidable, en la cual todavía era
visible la inequívoca silueta de una esvástica tallada en el roído mango de
madera. Mientras se componía el néctar del nerviosismo, lanzó una ojeada a los
diferentes correos que le llegaban: “Hot
for you…” La mayoría de los mensajes le hacían pensar en lo único que no
quería concentrarse: en juegos de cama imposibles de realizar en un lugar
apartado y con nadie con quien llevarlos a la práctica. En ocasiones pensaba en
solicitar diferentes aparatos amatorios aún a sabiendas de que no encontrarían
destino: “Islas Lofoten s/n, 4ª isla,
cabaña principal.” Le resultaba cómico fantasear con lo que pensarían los
encargados de enviar el paquete: “Seguramente
se harían la picha un lío y pensarían que era una broma.” Se dijo, y a
renglón seguido constató que la empresa que enviaba aquellos mensajes repletos
de artilugios erótico-festivos estaba situada en los Estados Unidos. Sonrió.
Miró condescendiente al techo y remachó: “Cuadriculados.
Los que se encargan de la facturación seguro que lo mandan.” Y riéndose
relajadamente volvió a la cocina y aspiró el cálido aroma de su ansiado café
matutino.
Mientras degustaba el singular paladar de la variedad Angola,
no era capaz de someter la alarmante curiosidad de saber lo que podía estar
sucediendo en el exterior: “¿Cómo estará
hoy?” Se preguntó intrigado, y se dirigió al ventanal situado sobre el
escritorio. Abrió lentamente las hojas a la vez que sorbía con placer un largo
trago del otro oro negro. Cuándo las consiguió desplegar por completo, suspiró,
miró la rechoncha figura de Scooby-Doo y se mentalizó para contemplar el
gélido ambiente dominante y abrumador. La taza lanzó un sonido sordo al tomar
contacto con el suelo de madera. Su cara reflejaba el estupor y la sorpresa de
visualizar algo de por sí inesperado. No había nieve. Ni siquiera quedaba el
más mínimo rastro de ella. Un Sol radiante le hizo guiñar los ojos con su
arrollador fulgor. Le resultaba poético, y desconcertante a la vez, el
innegable hecho de que en tan sólo una noche hubiera desparecido todo el manto
níveo y hubiese sido sustituido por una escalofriante túnica de flores
escarlatas que cubría toda la plataforma dónde se encontraba su residencia, y
que se movían en un vaivén hipnótico a merced de un caótico céfiro que parecía
venir desde todos los puntos cardinales a la misma vez, solicitando su
presencia con un sibilino susurro telepático que le incitaba a tirarse sobre
ellas a disfrutar de su desconcertante y halagador aroma: “Svalbard,
Svalbard.” Notaba aquella palabra noruega, a la cual no encontraba
significado alguno, meciéndose por su oído interno, llamándole a regodearse
bajo el iridiscente Sol que bañaba y enriquecía todo aquel fulgor primaveral,
pero en un repentino acto reflejo, cerró los ojos y comenzó a decirse que no
era posible, que no podía estar ocurriendo: Instintivamente recordó el escueto
curso impartido por el heterodoxo Sr. Masfurroll en el cual le comentó con su
estruendoso torrente vocal y su hálito habanero: “A finales de Abril
comenzará a desaparecer la nieve y en Junio asistirá a una explosión primaveral
que hará de su retiro ártico uno de los lugares más placenteros del planeta
durante los siguientes tres meses.” Aquella reminiscencia le desorientó y
exclamó: “¡Pero si estamos a 13 de
Febrero! ¿Cómo es posible?” Y permaneció largo rato con los ojos cerrados
convenciéndose de que todo era producto de su exacerbada imaginación intentando
huir de la tediosa rutina. Abrió los párpados
lentamente y volvió a mirar a través de los rayados cristales velados en
su periferia: La imagen era real. El exterior mantenía la misma apariencia
ofrecida cinco minutos antes y casi sin quererlo, sonrió, y se sintió feliz al
no contemplar aquel paisaje albugíneo que le había fustigado haciendo claudicar
a su discontinua autoestima durante los últimos cinco meses. “¿Cómo es
posible?” Volvió a preguntarse, pero prefirió no buscar una explicación
lógica a todo aquel imprevisto climatológico y dictaminó que lo mejor era
disfrutar de aquel momento mágico que le subyugaba y conseguía hacerle
fantasear, otorgándole súbitamente la flagrante convicción de que al fin podría
llegar a conseguir el objetivo principal que se marcó antes de su llegada a la
isla número cuatro: reactivar su carrera profesional.
La alegría de ver la alegría de la Naturaleza, la vida, le hacía
elucubrar con grandes pensamientos: “¿A dónde me llevará esta explosión de
belleza?” Se preguntó, pero no sabía que contestar. Su mente sólo era capaz
de reflexionar sobre la indumentaria que se debía colocar para salir al
exterior. Bajo el caldeado ambiente emitido por el vivaracho fuego que con su
anárquico bailoteo parecía prevenirle sobre algún riesgo manifiesto, no
conseguía descifrar qué calzarse: si debía salir abrigado o con ropa más
liviana. No le satisfacía la idea de abandonar la vivienda desabrigado y que
siguiese haciendo frío. Imaginarse esa sensación hacía que su laringe se
taponara y le llevaba a recordar aquellos días duros de extrema frialdad que le
parecían olvidados tan sólo veinticuatro horas después de haber padecido el
último de ellos, ¿pero había algo más extraño que la situación que acababa de
contemplar? Seguramente no, aunque eso ya no le preocupaba. Su único dilema era
decidir que debía ponerse, y a eso dedicó los siguientes minutos con el
nerviosismo típico de un colegial, hasta que, en un impulso pueril, tomó la
decisión de comprobar in situ la climatología que le esperaba.
Inspiró, abrió la puerta y se abalanzó al porche de la cabaña. La
sensación fue indescriptible: la frialdad había huido. El ambiente era cálido y
acogedor, y la comedida brisa marina cargada de un boyante salitre balsámico
que sometía astutamente a su bulbus olfactorius, consiguió abstraerle y
sumergirle en tibias evocaciones primaverales en las que se veía paseando por
la calle Vallirana bajo el incesante desprendimiento del polen de los
plataneros durante los cobrizos atardeceres barceloneses, imaginando
esperanzados proyectos, y Berta.
Se sentó en las escaleras con los ojos embutidos en lágrimas de
alegría por la sensación tan placentera que le recorría el cuerpo y que,
finalmente, acabó en una carcajada sonora y estridente, nerviosa, que le hizo
temblar y solazarse como nunca antes lo había hecho. En su hilarante carcajear
comenzó a fijarse en la tenue neblina que cubría toda la isla a unos quinientos
metros a la redonda y que concedía la ilusión de ser un invernadero donde todo
crecía sin parangón: “Claro, por eso ha
deshelado tan rápido, la niebla ha producido un efecto invernadero.” Se
dijo, y nuevamente se anegaron sus ocelos, nublando su visión hasta conseguir
dejarle riendo de nuevo.
Regresó a la cabaña y se puso equipamiento de primavera, tirando las
sufridas botas de nieve, el forro polar y el anorak, lo más lejos posible, con
la indudable intención de no querer usarlos durante el mayor período de tiempo
posible.
Con fabulosas fantasías inundando su cabeza se arrojó sobre el manto
de flores escarlatas que embriagaron sus sentidos con un aroma que jamás había
inspirado ni experimentado. Que fino placer el de olisquear una gama de
perfumes tan sencillo, pero a la vez tan sublime y gratificante. En ninguno de
sus anteriores paseos por los parques y jardines de su ciudad natal había
logrado retener una fragancia tan sublime, ni siquiera su añorado olor a jazmín
y azahar del patio de su abuela materna se asemejaba al hipnotizante aroma que
desprendían la turba de flores con la corola en forma de corazón y los pétalos,
los pistilos, los estigmas, las anteras y los cálices teñidos del febril tono
escarlata: “Serían el sueño de cualquier
botánico.” Se dijo abrumado, y con
razones para ello, ya que nadie anteriormente había visto ni catalogado la
especie que contemplaba.
Siguió retozando entre la inescrutable manta roja mientras dejaba de
rumiar y se sumía en el sueño más profundo que había tenido desde que llegó por
estos lares.
En el interior de la cabaña, un nuevo mensaje parpadeaba
insistentemente en el monitor del PC: “¿Qué
ocurre con las mediciones de hoy?”
Estanis permanecía en el exterior completamente abstraído por la
fragancia que infectaba armoniosamente toda la isla y en su mente no había
cabida para el observatorio sinóptico de superficie y todas sus cifras
aleatorias, ni siquiera para sus inacabados guiones, ni para las opresoras
experiencias sufridas desde que desembarcó en el islote. Tan sólo él, tan solo
relax, y así continuó hasta que el Sol desapareció.
No supo discernir cuánto tiempo habría pasado abstraído cuando
despertó. Sonrió de nuevo y se dirigió a la cocina. Abrió una botella de vino
de mesa y llenó un vaso hasta el límite del equilibrio. Era bastante tarde y no
había comido en todo el día, pero no le importó. La jornada había transcurrido tan rápido
que le hacía feliz y seguro de sí mismo. Se sentó en el porche mirando a su
alrededor y bebiendo con placentero goce el néctar de Baco hasta que el sueño
le dominó nuevamente y decidió entrar a dormir. Se sentó en la cama y volvió a
sentir la calidez de su estancia. Se dijo que todo era maravilloso. Recostó la
cabeza sobre la almohada y cerró los ojos imaginando placeres sublimes que le
llevasen a la culminación de su ardua existencia.
Al dormirse, el exterior de la cabaña comenzó a agitarse con ruidos
más parecidos a risas y juegos que a cualquier otro tipo de bullicio, pero esos
murmullos denotaban algo anormal, algo que hubiese hecho temblar a cualquier
humano que los oyese. Las flores crecían y cambiaban de tonalidad formando un
manto multicolor que centelleaba fulgurantemente bajo la pesada oscuridad de la
noche ártica.
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Su tabaco, gracias.