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Un friki en el Rocío (parte 2)

Apreciar lo que desconozco nunca ha sido una de mis virtudes. Mientras intentaba navegar por las arenas movedizas en que se había convertido la calle de aquel recinto por la cual iba transitando debido a la sublime micción repentina, y al unísono, de seis yeguas cuando escucharon el relincho de un semental de largas crines negras y nervio potens, no tuve más remedio que limpiar los cristales de mis gafas de sol y cuadrarme tragando saliva ante el espectáculo que estaba contemplando. En mi mente retumbaba la idea de ser capaz algún día de conseguir producir el mismo efecto entre las hembras de mi especie. Me imaginé entrando en el Pololo’s y siendo recibido por una inmensa cascada simultánea de los fluidos vaginales de todas las féminas del establecimiento tan sólo al escuchar mi voz y ver mi flequillo fluctuando como las acciones de la bolsa de Nueva York. Ese pensamiento podía llegar a ser sublime pero luego recordé que además de ser algo resbaladizo, podría causar más de un problema grave, puesto que si a cualquier lugar al que fuera provocase esa reacción en el sexo opuesto, llegaría un punto en el cual sólo me quedarían dos opciones:

1ª) Tendría que dejar de hablar o cuidar dónde lo hacía para no provocar grandes riadas allá donde fuera.
2ª) Tendría que dejar de ir al Pololo’s y comenzar a visitar el Peluche’s con la sana intención de no ser recibido por funestos desbordamientos pélvicos.

Aunque me queda la duda de si los individuos de mi mismo sexo, los cuales gustan de los placeres traseriles, no sufrirían un efecto semejante al de las señoritas del Pololo’s, lo que conllevaría una nueva vicisitud puesto que estos desbordamientos se asemejarían más a un corrimiento de lodos, dejando todo enfangado, y eso me recordó donde tenía puestos los pies e hizo que tuviera que salir de allí y proseguir mi camino. A pesar de haber anotado el nombre de la casa que me dijo mi contacto en la aldea, no lograba dar con él. En el bolsillo superior izquierdo de mi desmangado, en el cual debía estar la nota, sólo encontré una bolsa con lo que parecían ser tres pastillas de éxtasis. Ni siquiera recordaba el tiempo que podían llevar allí, pero la hora no era mala y tampoco las iba a tirar. En el bolsillo inferior derecho todavía sobrevivía mi petaca rellena con Jameson y dentro de mi despiste generalizado, y la más que factible pérdida de la dirección a la cual debía acudir, un poco de ayuda extrasensorial no vendría mal.
El éxtasis suele acarrearme consecuencias eufóricas, además de una sudoración bestial y una dilatación de las pupilas que harían empequeñecer los ojos del sombrerero loco de Alicia. Con la medicación recién tomada, proseguí mi camino hacía quién sabe dónde y comencé a notar como mis piernas parecían levitar. Los efectos de la botella de Legendario, varios rebujitos, los cinco cigarros de marihuana, los dos cartones de LSD, el medio gramo de metanfetamina y las tres pastillas de éxtasis, hacían que apretase los dientes y comenzase a ver a las mujeres vestidas de gitanas como si de inmensas flores que se abren al sol se tratasen. La algarabía era tan estridente que comencé a notar como los sonidos se diluían en mis oídos asemejando el bullir de dos  aspirinas efervescentes metidas en un vaso de tubo lleno de agua hirviendo. Recuerdo caer de rodillas y una chica comenzó a gritar: “¡Eh!, ¿qué estás haciendo?”. La voz sonaba lejana y parecía estar metida en una tinaja. Yo seguía intentando sacar el polen de aquella enorme flor roja y blanca utilizando para ello mi nariz, pero esta parecía ser una planta carnívora puesto que recibí un golpe en mi cabeza asestado por un apéndice que surgía de su tallo.
Conseguí alejarme de aquella peligrosa flor zumbando mis alas tímidamente mientras escuchaba una voz que decía: “¡Habrase visto cara más dura!, pues no que me ha metido la nariz en el tú me entiendes.” Ya en la distancia me agarré de lo que parecía ser un árbol de verdad a la vez que mi percepción de la realidad se iba recomponiendo. Lo que yo creí era una enorme flor, apareció frente a mí con tres señoras que parecían la madrastra y las hermanastras de Cenicienta. Yo sólo escuchaba como insultaban a una velocidad endiablada mientras me golpeaban con sus bolsos de mano. Volví a perder la estabilidad y caí al suelo sin dejar de recibir los ohanas de aquel cuarteto para bolso y tacón. Salí gateando y entré en lo que parecía ser un lugar atestado de pantalones con los bajos blancos y botas terminadas en punta. No sin muchos apuros logré enderezarme y comprobé que estaba en una casa. Las protagonistas de Cenicienta seguían vociferando a lo lejos en el exterior, pero me habían perdido la pista, así que me apoyé en lo que parecía ser una barra de bar y respiré aliviado, aunque los colores a mi alrededor siguieran apareciendo saturados y los sonidos apelmazados.
Saqué mi Lomo Smena y la puse sobre la barra, y decidí encenderme un cigarrillo. Un señor ataviado con una gorra de cuadros y vestido al más puro estilo campero se acercó y me preguntó: “¿Busca a alguien?”. Comencé a registrarme los bolsillos en un patético intento de dar con la dirección que buscaba, pero sólo conseguí sacar lo que parecían tres cigarros aplastados y un trozo de papel mojado. Lo puse todo sobre la barra y le contesté, no sin antes comprobar que comenzaba a mirarme algo extrañado: “Soy periodista. Trabajo para Interviú y estoy realizando un reportaje sobre la otra cara del Rocío. Usted me entiende”, le dije socarronamente. El señor sonrió y me dio una palmadita en la espalda: “¡Así que de Interviú!, pues has entrado en el lugar perfecto”. Lanzó una carcajada y llamó al camarero: “Y dígame, ¿ya sabe dónde tiene que ir?”. El camarero puso una jarra de cerveza y varios platos con comida; jamón ibérico, gambas y mojama. Como no lograba dar con un vaso empecé a beber por la jarra y le dije a mi anfitrión: “La verdad es que ya llevo cubierto la mitad del reportaje y sólo me faltan algunos detalles por completar para esta noche”. El señor me dio un apretón de manos y me dijo: “José Pérez para lo que haga falta”, e inmediatamente exclamó: “¡Niño!, a este hombre que no le falte de nada”. Me volvió a coger de la mano y sin dejar de zarandearla, de tal manera que hasta llegué a sentir como mi cerebro tenía intenciones de salir por la nariz, me dijo: “Ahora tengo que acudir a un acto religioso pero quédate por aquí y yo mismo te enseñaré como es una buena juerga rociera”. La voz retumbaba en mis oídos como si tres herreros epilépticos estuvieran golpeando un yunque con martillos descomunales en una cueva donde el eco devolviera un millón de veces amplificado el clonk infernal. El señor Pérez continuó: “¿Pero cómo se le ocurre venir vestido así? Aquí hay que venir con botos camperos y otro tipo de ropa. Con esos zapatos no vas a aguantar mucho por las arenas”. Su carcajada retumbó en mi cabeza como si tres monaguillos sordos estuvieran tocando como almas en espera del juicio final una campana afinada en Mi mayor  y mantuve la compostura ante el nuevo manotazo que me dio en la espalda, que casi consigue que cayera la jarra de cerveza, pero en un escorzo inverosímil conseguí sujetarla: “Le voy a contar algo – me dijo bajando la voz como si de un secreto se tratase – Si estás buscando diversión – me dijo aquello mientras se ponía un dedo en la nariz – yo sé donde conseguirlo y a muy buen precio – miró de reojo a los lados y prosiguió – Yo no es que lo tome habitualmente, pero la fiesta es la fiesta, además, mi mujer se acuesta temprano y a las chicas jóvenes les gusta el tema y aquí hay que echar una cana la aire. Tú me entiendes”. Me arreó un codazo mientras guiñaba un ojo y lanzaba una carcajada atronadora. Nunca llegué a pensar que José Pérez, un director de sucursal bancaria entrado en los cincuenta, fuese capaz de hacer tres cosas a la vez, pero esa no sería la única gran sorpresa que me depararía aquella tarde.
Mientras conseguía beber más cerveza de la que derramaba al suelo, y viendo como mi anfitrión se alejaba, no tuve más que pensar en el despilfarro que se estaba llevando a cabo en aquel lugar. Observaba los gestos de la gente y su desbordante alegría que se ahogaba entre cantes y viandas a un nivel exagerado. Medité sobre la hipocresía de aquellos señores que llevaban una doble vida. Que acudían a los actos religiosos dándoselas de buenos creyentes y fieles esposos, y en cuanto tenían la más mínima oportunidad, le daban la espalda a todo aquello y se convertían en sátiros satánicos. A mi memoria llegaban las imágenes de abogados, jueces, políticos, médicos, policías y banqueros que promulgan las buenas costumbres, la vida sana y el cumplimiento de la ley, y que en unas horas iban a incumplir todas sus premisas sin pestañear y sin remordimientos de conciencia. Pero es la idiosincrasia de la fiesta: Primero pides el perdón y la ayuda divina, luego te lo pasas por el forro de los pantalones y finalmente vuelves a solicitar la absolución celestial.
Pero eso a mí nada me soluciona y tampoco me incumbe juzgarlo.

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