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Un friki en el Rocío (parte 1)

Llegué a las inmediaciones del recinto con la sana intención de descabalgar cuanto antes del cachivache incómodo y ruidoso que llevaba bajo mis posaderas. Mientras bajaba, un individuo con patillas a lo afro y pantalones por encima del ombligo me recriminó la posición en la que había dejado el Lada Niva; "¿Es qué no lo he dejado en el parking?". El experimento sociológico que se encontraba frente a mí comenzó a decir palabras contundentes en un lenguaje que se perdió en los confines de la creación. Conseguí encender un cigarro en medio de aquel huracán lingüístico y le hice una instantánea de primer plano con mi lomo smena de fabricación soviética, algo que creo qué no le sentó muy bien puesto que su lenguaje se transformó en una mezcla de gruñidos y bufidos guturales entre los cuales su cara cambiaba de tonalidad de manera efervescente, pasando del rojo al morado y viceversa en cuestión de milésimas de segundo. Intenté avanzar pero, al parecer, esos bufidos eran una señal para que acudieran los demás miembros de la manada y me rodeasen. Al verlos tan de cerca recordé los años que pasé sexando pollos en una granja avícola situada al sur de Uzbekistán. El propietario me dijo cierto día: "Sexar pollos es como rellenar un pavo de navidad pero sin relleno". Esa frase me tuvo cavilando durante toda la jornada de trabajo y al cabo de los años sigo sin entender la comparación. Queda claro que a los pollos no les hace ni pizca de gracia que le introduzcan un dedo por el agujero negro; se quedan con los ojos como platos y no dicen ni pío, lo que me hizo recordar la última revisión de próstata que me hicieron, en la cual el doctor me preguntó por qué me reía: "Porque sé que eso le sienta mal y, además, me está haciendo efecto la mezcalina". Recordé todo eso justo cuando la manada de humanos patilleros comenzaba a exaltarse hasta el punto de mover los brazos como si tuvieran veinte cada uno. Los berridos eran tan atronadores que opté por echarme al suelo y graznar como un  pato. Los efectos fueron devastadores para el entorno y, sobre todo, para la botella de legendario que guardaba en uno de los bolsillos interiores de mi desmangado militar. Mientras ellos hacían gestos indescifrables, una humedad inestable bajaba por el lateral de mi pierna izquierda y se mezclaba con la arena rebozándola. Logré sacar una nueva instantánea del grupo en su hábitat natural y creo que no les sentó muy bien el fogonazo del flash puesto que salieron disparados hacia el recinto levantando los brazos y maldiciendo en su idioma ancestral. Con no muchos apuros conseguí estabilizarme e intenté llegar al recinto por un camino alejado de aquella prole espeluznante. Había quedado con un indígena aventajado de la zona que debía enseñarme todos los entresijos de aquel lugar rodeado de arena en donde la boca está continuamente solicitando una compensación.
Mientras le quitaba el rebozado a mi pierna conocí a un chico de Houston que dijo que su nombre era algo que no entendí -"pero llámame Jimbo"- que estaba aquí para pasarlo bien: "Estoy listo para cualquier cosa, por Dios, ¿Qué estás bebiendo?". Yo le enseñé lo que quedaba de mi botella de legendario, pero él no quería oír hablar de eso: "No, no, ¿qué tipo de bebida es esa para el Rocío?, ¿Qué te sucede, muchacho?” Él sonrió y le hizo un guiño a su acompañante. "Maldita sea, vamos a educar a este muchacho. Tráele un poco de rebujito".
"Mira" Él me cogió del brazo para estar seguro de que yo estaba escuchándolo. "Yo conozco a la gente del Rocío, vengo cada año aquí, y déjame decirte una cosa que he aprendido, este no es un lugar en que puedas darle a la gente la impresión de que eres un marica. Mierda, ellos te atropellarán en un minuto."
Le agradecí mientras guardaba un Marlboro en mi pitillera. "Hey", dijo, "Tú pareces estar dentro del negocio de los caballos, ¿cierto?"
"No", le dije, "Soy fotógrafo".
"¿Ah sí?". Miró mi gastado bolso de cuero con interés. "Es eso lo que tienes dentro, ¿cámaras? ¿Para quién trabajas?"
"Interviú", le dije.
Se rió. "¡Bien, maldita sea! De qué vas a tomar fotos aquí, ¿de caballos desnudos? ¡Ja!"
Moví mi cabeza sin decir nada; sólo lo observé un segundo, tratando de parecer preocupado. "Habrá problemas", dije. "Mi trabajo es tomar fotos de las protestas".
"¿Qué protestas?"
Dudé, haciendo girar el rebujito en mi vaso. "El día de la procesión. Greenpeace". Lo miré de nuevo. "¿No leíste los periódicos?"
La sonrisa de su rostro se desvaneció. “¿De qué estás hablando?”
"Bien, quizás no debería decírtelo…". Me encogí de hombros. "Pero todo el mundo parece saberlo. La Policía y la Guardia Civil se han estado preparando por seis semanas. Hay 20.000 soldados en alerta en Camposoto. Ellos nos han advertido, a la prensa y los fotógrafos, que usemos cascos y ropas especiales, por ejemplo chalecos antibalas. Nos dijeron que esperaban tiroteos…"
"¡No!", gimió; sus manos se agitaron y quedaron suspendidas por un momento entre nosotros, como si trataran de evitar lo que había escuchado. Después golpeó su puño contra el capó del Range Rover. “¡Esos hijos de puta!, ¡Dios santo!, ¡La romería del Rocío!". Movía su cabeza desesperadamente. "¡No! ¡Es demasiado horrible para creerlo!” Ahora parecía estar hundiéndose en la arena, y cuando me miró sus ojos estaban llorosos. "¿Por qué?, ¿Por qué aquí? ¿Ya no respetan nada?"
Me encogí de hombros. "No sólo Greenpeace. El CNI dice que autobuses llenos de fanáticos desquiciados han venido de todo el país para mezclarse con la multitud y atacar al mismo tiempo, desde todas las direcciones. Ellos se vestirán de forma normal, como cualquier persona. Tú me entiendes, botas camperas, sombrero cordobés, traje de corto y todo eso. Pero cuando los problemas comiencen…por eso es que la Policía está tan preocupada."
Se sentó por un instante, mirando alrededor con desconcierto, sin ser capaz todavía de digerir todas esas terribles noticias. Luego se puso a llorar: "¿Qué está pasando en este país, por Dios bendito? ¿Adónde podemos estar lejos de esa gente?"
"No aquí" le dije, tomando mi bolso. "Gracias por la copa...y buena suerte."
Me agarró del brazo, urgiéndome a que me tomara otra copa, pero le dije que iba retrasado, pues debía llegar a mi cita con mi contacto y prepararme para el terrible espectáculo.
Bueno...quizás me sentí un poco culpable de llenar los sesos de aquel capullo con esas malignas ideas. Pero, ¿qué cojones? Cualquiera que vaya por el mundo diciendo, “Claro que sí, soy de Texas”, merece que le suceda lo peor. Y él había venido una vez más para transformarse en un asno del siglo XIX en medio de una asfixiante locura heredada sin nada que recomendar salvo una tradición que vender. Al comenzar nuestra conversación, Jimbo me había dicho que no se había perdido un Rocío desde 1998. "Mi pequeña dama no vendrá de todas formas," dijo. "Ella apretó los dientes y me dejó libre esta vez. Y cuando yo digo "libre" quiero decir, ¡libre! ¡Me gasté 500 euros como si nada! Caballos, vino, mujeres…mierda, hay mujeres en este lugar que harían de todo por dinero."
¿Por qué no? El dinero es una buena cosa en estos tiempos perversos

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