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Diario de un maldito

Las gotas de rocío sobre el alfeizar rezumaban nostalgia.
El travieso ronroneo de los gatos sobre el tejado,
el revoloteo revoltoso de los incansables gorriones,
y la calma infinita de una mañana compungida,
anclada en el comienzo de un final ya decidido,
se batían en aterciopelado duelo con el frenesí cafetero
de un suspiro clarividente de perfidia carente.
¿Utopía?...Puede.
O tan solo un resplandor titánico
de sus deseos en la evaporada escarcha,
o la pertinaz sequía secular
de su imaginación redentora y tiránica,
despistada entre los vetustos pliegues
de la idolatría defenestrada,
que quizás se alzara hacia el sendero
del recuerdo original,
el cual se diluyó
en el infestado acuífero de calamidades,
y cambió el romanticismo
por una mortaja de azahar,
marchito y recurrente,
cuando su coraje peregrino se desvistió
del sonambulismo inducido por el colérico temblor
del destino ajeno.

"¿Sueñas con tus palabras o prefieres mis caricias?".

Le sonaba tan lejano,
que hasta los dientes crujían ante su recuerdo.
Y se pertrechaba tras raíces tarascadas,
indolentes ante su quimérico arrebato de lucidez.
E imaginaba un lugar entre pirámides de glucosa,
y ríos de metano líquido.
Y le prendía fuego.
Y recorría el universo en busca de un regreso al comienzo.
Y eso le colmaba.
Y clausuraba la indolencia pordiosera de sabanas amarillentas,
y refugios apolillados asaetados por alfiles moribundos.
Y eso le colmaba.
Y regresaba la ironía
en forma de barbero burlón.
Y bachiller incrédulo.
Y el llanto quebradizo del dolor se amedrentaba,
y se convertía en un vaivén de corazones derruidos,
triturados y rehabilitados sin alma,
indolentes y archivados
en la lejanía de un amanecer caótico,
cómico y añorado,
que cambió el romanticismo por una mortaja de azahar,
marchito y recurrente,
cuando su coraje peregrino se desvistió
del sonambulismo inducido por el colérico temblor
del destino ajeno.

"Y sin nos, y sin vos, y sin el rubor de nuestras mejillas".

Como el sentimiento inocuo
de un espantapájaros raído y demacrado,
dejó de sentirse como carne de San Juan,
y arremetió contra la impavidez de su rostro
(deforme)
reflejado en las ondulaciones
de la lechosa pátina satinada
de su respiración descompasada.
Y las melodías añejas claveteadas,
en el limbo de la sinrazón,
se unieron con el batir de un millar de sílfides,
coloreando la tenebrosidad de su aura
en un cegador ángelus ecléctico
sobre un océano de injusto talento aprisionado,
amenazando con desbocarse;
y blandir su pavoroso tintineo
sobre las cabezas mundanas
que trasquilaron sus hélices arrolladoras.
Y eso le colmaba.
Y la errática compostura perenne
anclada en los arrebatos de redención,
cambió el romanticismo por una mortaja de azahar,
marchito y recurrente,
cuando su coraje peregrino se desvistió,
del sonambulismo inducido por el colérico temblor
del destino ajeno.

"Pero son reales, y con el tiempo serán maravillas".

Y así los ruidos cesaron.
Y las calles se convirtieron;
en evocaciones de pisadas atormentadas,
y tumultos de ironía Normanda
y flagelaciones de lacerante terciopelo.
¡En la lejanía!
Y alucinaciones toreadas con valentía cadavérica
y amor...
y amor perpetuo e indestructible
arrollando la oscuridad de los días robados,
componiendo fulgurantes idilios idóneos e irreductibles,
que sobrevivirán a las tumefactas y odiosas finanzas coléricas,
y se abrazarán con las magulladuras del averno terráqueo de sus opresores,
y se levantarán con la fortaleza de infinitas muertes innecesarias como batallón.
¡Tras sus espaldas!
Y sentirán el planeta en sus sienes
y las sienes como guardianes de él,
y aullarán y señalarán a quién
cambió el romanticismo por una mortaja de azahar,
marchito y recurrente,
cuando su coraje peregrino se desvistió
del sonambulismo inducido por el colérico temblor
del destino ajeno.

"Y el futuro será de ellos, porque suyos son los días".

Y porfió al tiempo asomando su turbia mirada 
en las calles perdidas de una eterna ciudad irreverente, 
anclada en los sueños de románticas jovenzuelas, 
embriagadas en vino dulce escanciado 
en tabernas malolientes de barrios bajos decadentes.
Asombrado por el lento transitar 
de señores de verbo fácil y rancio aroma,
que elucubran insensatas raciones de humanidad 
que terminan por degollar su cuello barbilampiño matutino.

Quién sabe si las huestes virginales 
que arremeten contra el viento que sale de sus labios, 
serían capaces de entorpecer el lento vaivén de sus pestañas azuladas, 
haciendo de sus contoneos sexuales 
una obra periódica de similitud etérea; 
entre la lividez perentoria que se escapa de cruces mundanas,
perdida en silbidos inaudibles de tempo muerto, 
y la insensatez  de chicos esbeltos 
que prefieren un sí en la barra de un bar infecto 
a un no a las puertas del séptimo cielo.

Petulante se siente al resembrar las risas dormidas en cuencos de perfidia, 
y regarlas con las lágrimas de infinidad de botellas, 
humilladas por el calor delirante de vaginas impertinentes 
que sedujeron a multitudes en un ballet de ojos amoratados, 
y lluvias de cristales en sus tímpanos
pisoteados por un ejército de hadas verdes 
entre cuerdas de piano ajadas, encorsetadas.

En nocturna función se materializa 
bajo los efectos de plataneros altaneros
que dejan caer sus anhelos ante su paso cansino, 
mientras una columna de humo acecha en la siguiente esquina
esperando truncar los deseos ya concedidos
por una riada de miradas inertes, 
que taladraron sus sienes, 
y pavimentaron los sueños oscuros
de un sinfín de marionetas juguetonas
tras un muro de insolencia pertrechadas.

Pincelando transiciones estrambóticas 
en un lienzo de martirios
espoleados por  jinetes  lobotomizados,
que hacen de su penosa pose
un  circo de fertilidad malintencionada 
que se desliza sigilosa
por caderas turgentes de: 
chavalas de moño prominente 
que se desviven  por montar en corceles de sube y baja, 
y dentro y fuera, 
y remotas posibilidades de enriquecer su verborrea: 
mustia e irascible a los oídos de demonios de ojos rojos 
que se sumergen en mares de vapores 
inhibidos por el clamor de los bolsillos repletos de mezquindad.

Y sin temor latente, 
se esmera en enriquecer las tertulias hundidas 
que reflejan la inutilidad de escaparates
repletos de talles bajos ajustados 
donde señoritas comprueban la elasticidad  de  unas  nalgas entrenadas 
y el malestar premenstrual de sus vulvas apretadas, 
mientras chavales de cuello alto y mirada patética 
inflan sus pechugas en un intento
de domar el miedo a ser vapuleados  
por hordas enigmáticas de predicadores
extasiados por el diseño y la congestión nasal.

Y se cobija bajo la sutil ironía de insulsas instantáneas 
que muestran la putrefacción de las miradas  atemperadas  
de tercos  seniles con baberos pertrechados, 
y fungicida esparcido por la alfombra roja por la cual creen transitar
sin comprender que el aleteo de sus narices
es un síntoma de su languidez bucólica y excluyente.

Y escucha los atronadores rugidos de motores telúricos 
que ahogan los molestos ladridos de las cabalgaduras férricas 
que infectan  los pulmones  milenarios  
que no supieron salvaguardar  centinelas corruptos 
que abandonaron su misión ancestral 
y traicionaron la cordura natural.

Y formateando su instinto caníbal latente, 
emerge el teorema de la autodestrucción como único final demostrable.
Y añora lo vivido.
Y compone lo que vendrá. 
Y en una última escapada de la cueva oscura, 
donde el tiempo no puede entrar, 
se reta a sí mismo a muerte:

 por lo que hubo... y por lo que habrá.

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