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El camino más corto (1ª parte)

Irónicamente, la confabulación premeditada hacia un único individuo, aunque carezca de honorabilidad, no deja de ser un ejercicio de unión social, decadente y rastrera, pero mentalmente sana para la comunidad, al menos eso era lo que pensaba la carismática psicóloga del centro de rehabilitación para personas con trastornos de personalidad del condado de Terquettá. Ainhoa era una mujer de aspecto caprichoso, andares indolentes, verborrea flácida, y con un atractivo intrínseco que con el paso de los años había ido ganando la partida a la superficialidad de la belleza pasajera. Caminaba con una aparente falta de soltura y observaba a todo el mundo con tanta fruición, que parecería que sufriese de defecto profesional. Con Ainhoa no se podía decir cuando comenzaba su trabajo y cuando finalizaba. Sus ojos parecían estériles, pero eso le concedía un halo de poder frente a sus pacientes. En ocasiones, se la podía contemplar en un estado de ensoñación del cual despertaba bruscamente con una energía desbordante que le permitía acometer cualquier circunstancia con tal ahínco, que hasta se la podría catalogar de bisoña e imprudente, aunque esa sensación despareciese de inmediato y dominase la situación sin fisuras. Su profesionalidad no ofrecía dudas: afrontaba los casos que se le presentaban con un celo tan hermético, que sus compañeros no dudaban en desviar los pacientes más complejos a su consulta y esperar que los resultados positivos surgiesen repentinamente tras varios meses de aparente fracaso, con la potencia de un géiser majestuoso: era como si le entregasen un negativo y devolviese las fotografías con una nitidez y una percepción de la realidad que hasta se podría decir que aquellas personas estaban más centradas que los mismos terapeutas que las habían diagnosticado y decidieron obviar casi definitivamente su reinserción en la sociedad. Nada parecía interponerse entre Ainhoa y sus objetivos, hasta la mañana en la que dieron comienzo los hechos que a continuación paso a relatar.
Transcurría el mes de Marzo más lluvioso desde que se guardaban datos de medición. Las carreteras secundarías del condado habían permanecido cortadas durante varios días debido al desbordamiento del río Ponte, y las tierras estaban tan atragantadas, que parecía que regurgitasen el agua sobrante con unos estertores agónicos, los cuales daban la impresión de ser una súplica de un moribundo en sus últimas horas. Ainhoa conducía su Toyota RAV4 plateado por el camino de grava que daba acceso al centro de rehabilitación, contemplando como los cedros agitaban sus ramas y gemían ante el helador viento del noroeste que hacía más fastidiosa la climatología si eso era posible. Tableteaba con sus dedos sobre el volante mientras sonaba "Man on the side" de John Mayer y mascullaba sin aparente sentido a la vez que con la vista fijaba su plaza de aparcamiento. Bajó del vehículo protegiendo su cabeza de la llovizna racheada con un ejemplar del Cosmopolitan , y corrió a cobijarse bajo la protección del edificio. El centro era una construcción moderna  de una sola planta que carecía de la personalidad de las edificaciones de comienzos del siglo XX o finales del XIX: sus muros pintados de blanco satinado, y las ventanas y puertas de aluminio pintadas de verde, le concedían un aspecto grosero, demasiado habitual y repetido en tantos lugares, que entrar en más detalles sobre él tan solo representaría un derroche descriptivo inútil. El vestíbulo de entrada presentaba un aspecto tétrico, independientemente de la situación del clima, debido a su orientación hacia el Norte geográfico. La penumbra, y la humedad que ennegrecía las paredes, hacían de aquella estancia un lugar de paso frenético, en la cual el bedel, con un aspecto siniestro que fue adquiriendo con el paso de los años en ese puesto, parecía formar parte de ella. Permanecía sentado, con nariz aguileña y ojos cansados. Inerte, enjuto y grisáceo. Sus manos cadavéricas maniobraban entre los documentos con una aparente falta de vitalidad, pero con movimientos extremadamente precisos e inquietantes. Observó con dejadez a la psicóloga mientras ésta se sacudía el agua de su abrigo tres cuartos gris y dejaba la revista que le había servido de parapeto sobre su mesa.
- Buenos días Fabián. ¡Vaya mañana! 
Fabián apenas movió un músculo de su rostro y emitió un gruñido como respuesta.
- Hay que ver Fabián, eres pura cortesía. Tendrías que intentar mejorar ese humor que tienes.
En los diez años que llevaba trabajando en el centro de Terquettá, Fabián era la única persona a la cual no había conseguido variar su carácter para hacerle más amigable, pero Ainhoa sabía que tarde o temprano lo conseguiría. De hecho, era la primera acción que se planteaba todas las mañanas, y a pesar de que siempre  fracasase, ella no quería pensar en ello como una guerra perdida, sino como la tortura china de la gota de agua que poco a poco iba causando mella en él y que tarde o temprano, daría el resultado que ella se había marcado como objetivo. Si por algo era conocida era por su perseverancia y su fortaleza para conseguir todo lo que se planteaba.
- Ainhoa. -La voz de ultratumba retumbó en el vestíbulo- Tienes un paciente nuevo. Llegó durante la madrugada. Está en la consulta tres.
La sobriedad de Fabián a la hora de hablar resultaba más siniestra aún que su aspecto. Parecía que leyese un telegrama y lo hiciese sin aplicarle un simple destello de vida a ello. 
- ¿Algún detalle más triste caballero andante? -preguntó Ainhoa con ironía mientras en su rostro aparecía un repentino gesto de contrariedad.
- Lleva puesta la camisa y permanece aislado.
- ¡Por Dios!, ¡qué estamos!, ¿en la edad media? -bramó Ainhoa visiblemente alterada- ¿Quién lo trajo?, ¿quién ordenó hacer eso?, ¿quién....
- Está todo en el informe. En la tablilla. En la puerta de la consulta.
El corte tajante de Fabián descolocó a la psicóloga, aunque lo que realmente le produjo un escalofrío estremecedor, fue la enigmática mirada cargada de magnetismo colérico que le hizo descabalgar de su montura burocrática y balbucear durante un breve lapso de tiempo, durante el cual no supo discernir que tipo de gestos estaba realizando. Trató de centrarse, y señalando con las manos hacia un lado y otro sin sentido alguno, emitió un suspiro y se alejó del vestíbulo hacia la consulta, sintiéndose observada. Presurosa: con una extraña sensación de temor, que ya creía olvidada en la lejana pubertad, apretando su nalgas, y un silbido estático plañendo en sus oídos. Un silbido que se saturó repentinamente y le hizo frenar en medio del pasillo de azulejos blancos con una cenefa verde, iluminado por fluorescentes que crepitaban intermitentes en una coreografía caótica, y tratar de frenar aquella molesta irritación, pero aumentó su cadencia y pensó que tendría que gritar para ahuyentarlo. Aceleró su respiración notándose mareada y a punto de desmayarse, y recostó su espalda sobre la pared mortecina, justo en el lugar donde faltaban tres azulejos. Miró a su alrededor esperando que nadie le viese en ese estado, y el silbido se transformó en música sobre su cabeza. Alzó la vista, y observó un altavoz del cual salían de manera irritante las tenebrosas notas de Penderecki. Odiaba el odioso gusto musical del desagradable bedel y su pérfido sentido del humor. Nunca antes había sentido un desconsuelo tan abrumador y la partitura maléfica del "De natura sonoris", la cual habría permanecido aletargada mientras trataba de dialogar, y comenzó su enfermizo sonsonete en el instante preciso, introduciéndose en su oído interno y llevándola al borde del paroxismo, era un brote psicótico inducido presente en la historia de la música clásica.
- ¡Jódete Fabián!
Exclamó quejumbrosa mientras se mesaba su ensortijada melena cobriza y proseguía su marcha hacia la consulta tres y el nuevo paciente traído durante la desapacible noche, notando como los recuerdos desagradables de su lejana pubertad se difuminaban con cada taconeo vigoroso, desapareciendo inexorablemente en el instante que recogió el informe y leyó los datos recogidos en él.


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