Deliraba. Medía el tiempo en sus ojeras y apaciguaba los dolores que le atormentaban. Sentía el silbar sibilino de las agujas del reloj y creía formar parte de ellas.
En el cándido amanecer que le portaba sensaciones olvidadas, sufría con el temblor de sus manos y respiraba al son de sinfonías orquestadas por insectos caducos.
Viajaba por caminos insondables ahuyentando el desánimo, aludiendo a la última sonrisa innegable que contempló en su rostro.
Notaba en sus manos el fluir continuo del jugo de la granada que acababa de desgranar. Observaba como el néctar rojizo se volvía negruzco y ponzoñoso al oxigenarse entre sus uñas y le recordaba aquellos juegos de niños en medio de ninguna parte. Haciendo barro y construyendo castillos en el aire.
Se revolvió tímidamente apoyando sus manos en el quicio de una puerta cochambrosa. Midiendo una distancia infinita que aparentaba ser ínfima.
Recogió del suelo el último suspiro del amanecer y lo estrujó entre sus manos para luego dejarlo caer.
Cansado de esperar el antídoto para el dolor que nunca finaliza, cayó rendido sobre una estera y miró al cielo con desidia. Apagó los latidos de su desencanto y apuntó a una raya en el techado.
La lividez tatuó su rostro y el frío atenazó su sueño desbocado. Un viento reconfortante silbó la canción que esperaba desde hace años, y la sonrisa, perdida y añorada, apareció en sus labios.
Sus oídos quedaron sellados y en ese instante, de su boca, tan sólo salió un tímido y cálido cántico: “Por fin regreso con los míos, por fin han venido a buscarme, por fin terminó este suplicio, por fin conseguí curarme”.
Y su aliento final desbordó perfumes que alegrarían al más desdichado de los miserables.
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Su tabaco, gracias.